Читаем Solaris полностью

Deduje que los vanos del techo proporcionaban luz a las salas del laboratorio, de modo que, si conseguía salir fuera, quizás podría echar un vistazo dentro a través de las ventanas instaladas en el caparazón exterior. Para llevar a cabo mi propósito, hube de bajar en busca de mi escafandra y de la botella de oxígeno. Permanecí un instante de pie, en lo alto de la escalera, planteándome si realmente valía la pena. Muy probablemente, el cristal de las ventanas superiores fuese mate, pero no me quedaba otra salida. Descendí al nivel intermedio. Tuve que pasar por delante de la emisora de radio. La puerta estaba abierta de par en par. Snaut seguía sentando en el sillón, tal como lo había dejado. Dormía. Al escuchar mis pasos, se estremeció y abrió los ojos.

—¡Hola, Kelvin! — dijo con voz ronca. No contesté.

— ¿Y qué? ¿Has podido averiguar algo? — preguntó.

— Sí, es cierto — contesté lentamente —. Él no está solo.

Torció los labios en una mueca.

— Bueno, bueno. Eso ya es algo. ¿Dices que tiene visitas?

— No entiendo por qué no queréis decirme qué es lo que está pasando… — solté como quien no quiere la cosa —. Trabajamos juntos y, tarde o temprano, terminaré por enterarme. Entonces, ¿a qué tanto misterio?

— Ya lo entenderás… cuando vengan a verte — dijo. Parecía estar esperando algo. No tenía muchas ganas de hablar.

— ¿Adonde vas? — me espetó cuando me di la vuelta. No contesté.

Una vez en el aeropuerto, comprobé que la nave se encontraba en el mismo estado en que la había dejado. Sobre la plataforma se alzaba mi cápsula, abierta completamente y chamuscada. Me acerqué a los percheros de las escafandras, pero, de pronto, se me quitaron las ganas de hacer una escapada al exterior del caparazón, como tenía planeado. Di media vuelta y bajé por la escalera de caracol hasta los almacenes. Un montón de bombonas y de cajas apiladas atestaban el estrecho pasillo. Las paredes estaban cubiertas por un metal que relucía, pálido, bajo la luz. Unos veinte pasos más allá, divisé bajo el techo los escarchados cables del aparato de refrigeración. Los seguí. Se introducían por el cuello de plástico de la caja de derivación hacia una cámara herméticamente cerrada. Al abrir la puerta, de un grosor de unas dos pulgadas, me envolvió un frío penetrante. Temblé. Había montones de bobinas nevadas de las que colgaban carámbanos. Aquí también había cajas y cápsulas cubiertas por una capa de nieve; las estanterías, en la pared, rebosaban de latas y de amarillentos bloques de grasa. Al fondo, la cilíndrica bóveda perdía altura y de ella colgaba una centelleante cortina de pedazos de hielo. Los aparté levemente. Sobre el camastro de rejas de aluminio yacía una enorme y alargada silueta. Separé un poco la lona y contemplé el rostro petrificado de Gibarian. Su pelo negro, con un mechón gris en la frente, se adhería perfectamente al cráneo. La nuez sobresalía bastante y le partía el cuello en dos. Sus ojos resecos miraban inertes hacia el techo; en la comisura de uno de los párpados, se había acumulado una turbia gota de hielo. Tenía tanto frío que me costaba que no me castañearan los dientes. Sin soltar la capa, le toqué la mejilla con la otra mano y su tacto me recordó al de la leña congelada. Los pelos de la barba, que asomaban en forma de pequeños puntos negros, le arrugaban la piel. Los labios cerrados expresaban una infinita y despectiva paciencia. Al dejar caer el trozo de tela, me fijé en que, de entre sus pliegues, al otro lado del cuerpo, asomaban varias cuentas de color negro, quizás semillas de judía, de todos los tamaños. De pronto, me quedé petrificado, pues reconocí los dedos de unos pies descalzos desde la planta; las oblicuas yemas estaban ligeramente separadas entre sí. Bajo el arrugado manto yacía, aplastada, la mujer negra.

Estaba tumbada boca abajo y parecía sumida en un profundo sueño. Retiré la gruesa tela, lentamente. La cabeza, cubierta de pequeños y grisáceos manojos de pelo enroscado, reposaba sobre su macizo brazo flexionado, del mismo color negro. La reluciente piel de la espalda se tensaba sobre las irregularidades de la columna. Ningún movimiento animaba el cuerpo colosal. Volví a mirar las plantas descalzas de los pies y algo me chocó: no estaban aplastadas ni hundidas por el peso que habían debido de soportar, ni siquiera marcadas por las durezas de andar descalza por el piso; bien al contrario, las cubría una piel igual de fina que la de la espalda o las manos.

Contrasté esta percepción tocándola levemente; noté la repulsión propia de cuando se toca un cadáver. Entonces ocurrió algo increíble: aquel cuerpo, expuesto a una temperatura de veinte grados bajo cero, pareció revivir. Uno de los pies se le encogió como en una convulsión, igual que los perros dormidos cuando se les roza una pata.

Перейти на страницу:

Похожие книги

Аччелерандо
Аччелерандо

Сингулярность. Эпоха постгуманизма. Искусственный интеллект превысил возможности человеческого разума. Люди фактически обрели бессмертие, но одновременно биотехнологический прогресс поставил их на грань вымирания. Наноботы копируют себя и развиваются по собственной воле, а контакт с внеземной жизнью неизбежен. Само понятие личности теперь получает совершенно новое значение. В таком мире пытаются выжить разные поколения одного семейного клана. Его основатель когда-то натолкнулся на странный сигнал из далекого космоса и тем самым перевернул всю историю Земли. Его потомки пытаются остановить уничтожение человеческой цивилизации. Ведь что-то разрушает планеты Солнечной системы. Сущность, которая находится за пределами нашего разума и не видит смысла в существовании биологической жизни, какую бы форму та ни приняла.

Чарлз Стросс

Научная Фантастика