«Si la dejo aquí se va a congelar», pensé, pero su cuerpo todavía no estaba del todo frío, y aún podía notar su suave tacto con las yemas de mis dedos. Retrocedí, atravesando la cortina, la dejé caer provocando una lluvia de cristales y volví al pasillo. Fuera hacía un calor insoportable. La escalera me dejó justo al lado de la nave. Me senté sobre la tela enrollada del paracaídas de frenado y hundí la cabeza entre las manos. Me sentía como si me hubiesen abofeteado. No sabía lo que me estaba sucediendo. Estaba destrozado, mis pensamientos se precipitaban por un terraplén que amenazaba con derrumbarse: en aquellos momentos la pérdida de consciencia, incluso el aniquilamiento, se me revelaban como una gracia inaudita e inalcanzable.
No tenía sentido que fuese a ver a Snaut o a Sartorius. No me imaginaba que nadie pudiese recomponer todo aquello de lo que había sido testigo en las útimas horas, todo lo que había visto y había tocado con mis propias manos. La única salida posible era escapar de aquel lugar, y la única explicación era la locura. Sí: me debí de haber vuelto loco nada más aterrizar. Quizás el océano había logrado trastocar mi cerebro, me había sumergido en un mar de alucinaciones y, si era así, resultaba inútil malgastar las fuerzas en vanos intentos por resolver tantas adivinanzas, por desvelar el misterio de tantas realidades inexistentes. Más me valdría buscar ayuda médica, lanzar una llamada de socorro desde la emisora de radio a la
Entonces me ocurrió algo inesperado: pensar que me había vuelto loco me tranquilizó.
De sobra entendía las palabras de Snaut, suponiendo que el tal Snaut existiera y que alguna vez hubiera hablado con él, ya que las alucinaciones podían haber comenzado mucho antes. ¿Quién podía estar seguro? ¿Sería que quizás me encontrara aún a bordo de la
Por tanto, era necesario llevar a cabo un experimento conmigo mismo, trazado de forma lógica — un
Estaba reflexionando sobre todo ello mientras contemplaba la ménsula de metal que soportaba la viga maestra del aeropuerto. Era un mástil de acero que sobresalía de la pared, forrado de chapa ondulada y pintado en verde celadón; en varios sitios, aproximadamente a un metro de altura, el esmalte se desconchaba, desgastado sin duda por los rieles de los cohetes que se deslizaban por él. Palpé el acero, lo calenté durante un rato con mi mano, y luego di un par de golpes en el laminado borde de la chapa protectora; ¿era posible que mi delirio alcanzara semejante nivel de realismo? «Quizás», me contesté; al fin y al cabo, aquella era mi especialidad, sabía bastante de la materia.
¿Resultaba posible que todo aquel experimento clave fuera simplemente un invento de mi mente? Al principio, me parecía que no, porque mi cerebro enfermo (si es que realmente lo estaba) crearía una ilusión a poco que le pusiera a tiro. No era necesario que estuviéramos enfermos, podría ocurrir que, en un simple sueño, habláramos con desconocidos que no existen en la vida real, que les hiciéramos preguntas a estos personajes soñados y que escucháramos sus respuestas pensando que eran reales; además, aunque estas personas fueran, en realidad, tan solo el fruto de nuestra psique y, de alguna manera, constituyeran una parte seudoautónoma y aislada en nuestro tiempo mental, no sabríamos qué palabras pronunciarían hasta que (dentro del sueño) no se dirigieran a nosotros. Pero, de hecho, se trataría de palabras fabricadas por aquella parte aislada de nuestra mente; por tanto, nosotros mismos deberíamos conocerlas desde el momento en que las concibiéramos para ponerlas en boca de algún personaje ficticio. Ante cualquier cosa que nuestro cerebro planificara e hiciera realidad, siempre podría decirme que había actuado precisamente como se actúa en los sueños. Ni Snaut, ni Sartorius tenían por qué existir de veras; de modo que formularles cualquier tipo de pregunta a cualquiera de los dos resultaba a la postre inútil.