—¡Soy yo, Kelvin! ¡Seguro que ha oído hablar de mí! ¡He aterrizado con la
Silencio. A continuación, de nuevo, un suave susurro. Y luego unos crujidos, muy pronunciados, como si alguien estuviera colocando herramientas sobre una bandeja metálica. Me quedé estupefacto al escuchar una serie de pasos muy seguidos, como el trote de un niño pequeño: unas rápidas y densas pisadas de piernas enanas. A lo mejor… alguien sabía cómo imitarlas, tamborileando con los dedos sobre una caja vacía.
—¡Doctor Sartorius! — vociferé —. ¡¿Va a abrir o no?!
No hubo respuesta. En cambio, de detrás de la puerta volvió a llegarme de nuevo aquel trote infantil. Al mismo tiempo se oyó una serie de rápidos y enérgicos pasos, apenas perceptibles, como si alguien caminara de puntillas. Si Sartorius caminaba de ese modo, ¿no podía también imitar la manera de andar de un niño? ¡Y a mí qué me importa! pensé sin poder contener la rabia que empezaba a apoderarse de mí. Grité:
—¡Doctor Sartorius! ¡No me he pasado dieciséis meses volando para arredrarme ahora con sus jueguecitos! Voy a contar hasta diez. Después, ¡derribaré la puerta!
Dudé de que pudiera conseguirlo.
El retroceso de una pistola de gas no es muy violento, pero estaba decidido a cumplir con mi amenaza de una manera u otra, aunque me viera obligado a emprender la búsqueda de explosivos que, estaba convencido, abundarían en el almacén. Me dije que no podía rendirme. No podía seguir jugando con aquellas cartas marcadas por la locura que las circunstancias habían puesto a la fuerza en mis manos.
Dentro de la habitación se escuchó un ruido, como si alguien estuviera forcejeando o empujando un objeto por el suelo; la cortina de dentro se movió, puede que medio metro. Una estilizada sombra se proyectó sobre la hoja mate de la puerta, que parecía estar cubierta de escarcha, y se escuchó una voz de tiple ronco diciendo:
— Abriré, pero tiene que prometerme que no intentará entrar.
— Entonces, ¡¿por qué me va a abrir?! — grité.
— Saldré yo a verle.
— Está bien. Le doy mi palabra de honor.
Se oyó el ligero chasquido de la llave girando dentro de la cerradura. Luego, la silueta oscura que tapaba la mitad de la puerta volvió a cubrirla por entero, ejecutando, al tiempo, lo que parecía ser una serie de complicadas maniobras; al poco escuché, además, una especie de crujido, procedente de una especie de mesita de madera que alguien hubiera desplazado y, finalmente, el panel blanco se entreabrió lo suficiente como para que Sartorius pudiera deslizarse hasta el pasillo. Ahora se hallaba frente a mí, con su cuerpo tapando la puerta. Era increíblemente alto y delgado; bajo una camiseta de algodón color crema, parecía que estaba compuesto tan solo de huesos. Llevaba un pañuelo negro al cuello; una bata de laboratorio doblada en dos y manchada de reactivos le colgaba del hombro. Ladeaba una cabeza extremadamente estrecha. Unas lentes negras y curvadas le cubrían casi la mitad de la cara, de forma que me era imposible distinguir sus ojos. La parte inferior de su mandíbula era alargada; sus labios lívidos y enormes, y tenía unas orejas que, por el color, también lívido, parecían congeladas. Tenía barba de varios días. Un par de guantes antirradiactivos, de goma roja, le colgaban de las muñecas. Durante un instante, nos miramos el uno al otro sin disimular la desgana. El poco pelo que tenía (daba la impresión de que él mismo se pasaba la maquinilla para cortárselo al uno) era de color plomizo; la barba, completamente gris. Tenía la frente morena, semejante a la de Snaut, pero en su caso, una línea horizontal le dejaba la parte superior sin broncear. Al parecer, siempre se ponía una gorra para protegerse del sol.
— Le escucho — dijo por fin. Me pareció que estaba en tensión, no tanto por lo que yo fuera a decirle, sino por lo que quizás estaba ocurriendo a sus espaldas. Durante un buen rato, no supe qué decir. No quería meter la pata.
— Me llamo Kelvin… ha tenido que oír hablar de mí —empecé —. Soy… Quiero decir, fui colaborador de Gibarian…
Su delgado rostro, cubierto de surcos verticales — imaginé que esa justamente debía de ser la cara de Don Quijote —, estaba desprovisto de toda expresión. La negra placa de sus gafas cóncavas me dificultaba extremadamente la comunicación.
— He podido averiguar que Gibarian… está muerto. — Me interrumpí.
— Sí. Le escucho.
Su respuesta sonó impaciente.
— ¿Se ha suicidado? ¿Quién encontró el cuerpo? ¿Fue usted o lo hizo Snaut?
— ¿Por qué viene a hablarme de esto? ¿Es que el doctor Snaut no le ha dicho…?
— Quería escuchar qué es lo que usted tiene que decir sobre el asunto…
— ¿Es usted psicólogo, doctor Kelvin?
— Sí. ¿Por qué?
— ¿Se licenció en la Universidad?
— Sí. Pero ¿qué tiene que ver esto con…?