— Aquí debajo figura tu firma — dije, tras un momento de silencio —. Y ahora dime, ¿dónde está Sartorius?
— Está en el laboratorio. Ya te lo he dicho. No se deja ver: supongo que…
— ¿Qué?
— Supongo que se ha encerrado.
— Conque se ha encerrado. Veamos. ¿Sugieres que quizás se haya atrincherado?
— Quizás.
— Snaut… — dije —, hay alguien más en la Estación.
—¡¿Tú mismo lo has visto?! — gritó inclinándose sobre mí.
— Me advertiste. Pero ¿sobre quién? ¿Sobre qué? ¿Se trata de una alucinación?
— ¿Qué es lo que has visto?
— Se trata de un ser humano, ¿no es así?
Permaneció callado. Se giró hacia la pared, como si no deseara que viera su rostro. Tamborileaba con los dedos sobre el tabique de metal. Me fijé en sus manos. Ya no le quedaba ni una huella de sangre en los nudillos. Tuve una especie de revelación.
— Lo que he visto es real — dije en voz baja, casi susurrando, como si le estuviera confiando un misterio que nadie más debía escuchar —. ¿Verdad? Se puede… tocar. Se le puede… herir… La última vez que lo viste fue esta mañana…
— ¿Cómo sabes eso?
Siguió dándome la espalda. Estaba muy cerca de la pared, casi la rozaba con el pecho.
— Justo antes del aterrizaje… ¿Poco tiempo antes de…?
Se dobló sobre sí mismo como si le hubieran golpeado en el estómago. Pude atisbar sus ojos enloquecidos.
—¡¿Tú?! — balbuceó —. ¿Quién eres tú?
Hizo ademán de abalanzarse sobre mí. No lo esperaba. La situación había empezado a tornarse surrealista. ¿No creía que yo fuera quien decía ser? Me lanzó una mirada de terror. ¿Había enloquecido? ¿Lo habían envenenado? Todo era posible. Pero yo mismo había visto a la criatura con mis propios ojos. ¿Eso quería decir que yo… también?
— ¿Quién es esa mujer? — pregunté. Mis palabras parecieron calmarlo. Durante unos instantes, me escrutó con la mirada, como si no terminara de confiar en mí. Yo ya sabía, antes de que abriera la boca, que no serviría de nada y que no me contestaría.
Lentamente, se sentó en el sillón y se apretó la cabeza con las manos.
— ¿Qué está pasando aquí? —dijo en voz baja —. Estoy delirando…
— ¿Quién es esa mujer? — pregunté de nuevo.
— Si tú no lo sabes… — murmuró.
— Entonces, ¿qué?
— Nada.
— Snaut — dije —, estamos lo suficientemente lejos de casa como para sincerarnos. Pongamos todas las cartas sobre la mesa. En cualquier caso, el asunto está ya suficientemente confuso…
— ¿Qué pretendes de mí?
— Que me digas qué es lo que has visto.
— ¿Y tú…? —repuso.
— Te estás alterando. Yo te diré lo que sospecho y tú me dirás lo que sabes. Puedes estar tranquilo, no te tomaré por loco. Estoy al tanto…
—¡Por loco! ¡Dios mío! — Quiso reírse —. Pero, amigo, tú no… no sabes nada en absoluto… eso habría sido la salvación. Si él, tan solo por un instante, hubiese creído que se trataba de locura, no lo habría hecho, y ahora estaría vivo…
— Entonces, lo que has escrito en el informe acerca del desorden nervioso, ¿es mentira?
—¡Por supuesto que lo es!
— ¿Por qué no escribir la verdad?
— ¿Por qué…? —repitió.
Se hizo el silencio. De nuevo había vuelto a sumirme en la más completa oscuridad. No comprendía nada, pero, por un momento, creí que conseguiría convencerle de que me lo contara todo. Entre los dos resolveríamos el misterio. ¡¿Por qué, por qué no quería hablar?!
— ¿Dónde están los autómatas? — pregunté.
— En los almacenes. Los hemos encerrado a todos, excepto a los asignados al servicio del aeropuerto.
— ¿Por qué los habéis encerrado?
De nuevo guardó silencio.
— ¿No me lo vas a decir?
— No puedo hacerlo.
Había algo en todo aquello que se me escapaba. ¿Quizás debería subir para ver a Sartorius? De pronto, me acordé de la nota y me pareció lo más importante en aquel momento.
— ¿Vas a seguir trabajando en estas condiciones? — pregunté.
— ¿Y qué importancia tiene? — Se encogió de hombros con desprecio.
— ¿Cómo? Si no, ¿qué piensas hacer?
No respondió. Rompiendo el silencio, se oyó, a lo lejos, el sonido de unas pisadas descalzas que se acercaban. Entre los aparatos niquelados y de plástico, entre los altos armarios cargados de instrumental electrónico, entre los cristales y los aparatos de precisión, aquellos pasos arrastrados y torpes sonaban como el estúpido juego de alguien que no acababa de estar en sus cabales. Me incorporé y observé a Snaut atentamente. Miraba con los ojos entornados, en actitud de escucha, pero no parecía estar asustado en absoluto. Entonces, ¿no era de ella de quien tenía miedo?
— ¿De dónde salió? —pregunté. Y al ver que tardaba en contestar, añadí—: ¿No quieres decírmelo?
— No lo sé…
— Está bien.
Los pasos se alejaron y se apagaron.
— ¿No me crees? — dijo —. Te doy mi palabra: ¡no lo sé!