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En silencio, abrí el armario de las escafandras y comencé a apartar los pesados y vacíos caparazones. Tal como esperaba, las pistolas de gas utilizadas para desplazarse por el vacío gravitatorio colgaban de unos ganchos, al fondo del mueble. No valían mucho, pero, al menos, eran armas. Mejor aquello que nada. Comprobé el cargador y me eché al hombro la correa de la funda. Durante todo ese tiempo, Snaut estuvo observándome sin quitarme ojo. Me enseñó sus amarillos dientes en una sonrisa socarrona.

—¡Feliz caza! — dijo.

— Gracias por todo — contesté mientras me dirigía hacia la puerta. De un salto se levantó del sillón.

—¡Kelvin!

Lo miré. Había dejado de sonreír. No sé si alguna vez había visto un rostro tan cansado.

— Kelvin… yo… De verdad que no puedo — balbuceó. Aguardé un instante, por si decía algo más, pero solo movió los labios, como si quisiera escupir algo.

Me di la vuelta y salí sin decir palabra.

<p>SARTORIUS</p>

El pasillo estaba vacío. El primer tramo era recto; después, giraba a la derecha. Nunca había estado en la Estación, pero durante seis semanas, en el marco de mi entrenamiento en la Tierra, viví en una réplica exacta construida dentro del Instituto. Sabía adonde llevaba la escalera de peldaños de aluminio que se abría ante mí. La biblioteca estaba a oscuras. Palpé la pared a tientas, en busca del interruptor. Cuando encontré en el catálogo el primer tomo del anuario solarista, junto con el anexo, pulsé un botón y a continuación se encendió una lucecita roja. Según el fichero, el libro había sido dado en préstamo a Gibarian, al igual que el segundo tomo, el mencionado Pequeño apócrifo. Apagué la luz y regresé a la planta de abajo. Pese a que los pasos se habían alejado ya, temía entrar en su camarote. Ella podría volver. Durante unos instantes, permanecí delante de la puerta hasta que, apretando la mandíbula, me armé de valor y entré.

Dentro de la habitación, muy iluminada, no había nadie. Distraídamente, me puse a hojear los libros abandonados en el suelo, junto a la ventana; tras inspeccionar el lugar, me acerqué al armario y lo cerré. No soportaba ver aquel hueco vacío entre los monos de trabajo. Al no encontrar el anexo bajo la ventana, me dediqué a cambiar los libros de sitio, tomo por tomo, metódicamente, hasta que, en la última pila, entre la cama y el armario, di con el volumen que necesitaba.

Esperaba hallar alguna indicación, como así fue: en el índice de apellidos, alguien había colocado un marcapáginas con la inscripción, a lápiz rojo, de un nombre que no me decía nada: André Berton. La referencia aparecía en dos páginas diferentes. En la primera, averigüé que Berton era el copiloto de la nave de Shannahan. La siguiente mención aparecía unas cien páginas más adelante. Inmediatamente después del aterrizaje, la expedición había tomado todas las precauciones posibles, pero cuando, dieciséis días más tarde, se hizo evidente que el océano plasmático no solo no daba ninguna muestra de agresividad, sino que retrocedía ante cualquier objeto que se aproximara a su superficie y evitaba a toda costa el contacto directo con los aparatos o los humanos, Shannahan y su suplente, Timolis, suspendieron parte de aquellas cautelas iniciales, puesto que estas dificultaban y retrasaban demasiado la ejecución de las tareas.

Fue entonces cuando la expedición se dividió en pequeños destacamentos de dos o tres personas que, en ocasiones, sobrevolaban el océano, recorriendo varios centenares de kilómetros; los lanzadores, utilizados previamente para proteger y delimitar el área de trabajo, fueron destinados a la Base. Los cuatro primeros días, tras los cambios en la metodología, transcurrieron sin ningún incidente, salvo por ocasionales averías puntuales en el sistema de oxigenación de las escafandras, ya que las válvulas de entrada resultaron ser sensibles a la actividad corrosiva de la venenosa atmósfera. Por eso era imprescindible cambiarlas diariamente por unas nuevas.

El quinto día, el vigésimo primero desde el aterrizaje, dos investigadores, Carucci y Fechner (el primero de ellos era radiólogo y el segundo, físico), realizaron un vuelo de exploración sobre el océano a bordo de un aeromóvil biplaza. No era un vehículo volador, sino un planeador que se desplazaba sobre un colchón de aire comprimido.

Transcurridas seis horas sin la menor noticia de ambos, Timolis, quien dirigía la Base en ausencia de Shannahan, declaró el estado de alarma y envió a toda la gente disponible en su búsqueda.

Por una fatal casualidad, el enlace por radio se interrumpió aquel mismo día, una hora antes de la salida de los grupos de rescate: la causa fue una gran mancha en el sol rojo, que emitía fuertes rayos corpusculares contra las capas exteriores de la atmósfera. Funcionaban como los aparatos de ondas ultracortas, que facilitan la comunicación siempre que la distancia no supere los treinta kilómetros. Por si fuera poco, la niebla se espesó antes de la puesta del sol y la búsqueda tuvo que interrumpirse.

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