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Se refería al laboratorio. Seguimos comiendo en silencio hasta que oímos el chirrido de la chapa de la lata vacía. Era de noche en la emisora de radio. La ventana estaba herméticamente cerrada por fuera y cuatro fluorescentes redondos iluminaban el interior desde el techo. Sus reflejos reverberaban sobre la tapa de plástico del emisor.

Los pómulos de Snaut, de piel tirante, estaban marcados por unas pequeñas venas rojas. Ahora llevaba un jersey negro, holgado y deshilachado.

— ¿Te ocurre algo? — preguntó.

— No. ¿Por qué lo preguntas?

— Estás sudando.

Me pasé la mano por la frente. En efecto, estaba sudando a chorros; debía de ser algún tipo de reacción postraumática. Snaut me observaba con mirada escrutadora. ¿Se supone que tenía que decírselo? Decidí esperar a que me mostrara más confianza. ¿Quién jugaba allí, en contra de quién y cuáles eran las reglas?

— Hace calor — dije —. Supuse que el aire acondicionado funcionaría mejor aquí.

— En aproximadamente una hora se equilibrará. ¿Estás seguro de que es solo a causa del calor? — Levantó los ojos. Yo seguí masticando metódicamente, como si no le hubiera oído.

— ¿Qué vas a hacer? — preguntó, por fin, cuando terminamos de comer. Depositó el recipiente y las latas vacías en el fregadero de la pared y volvió a su sillón.

— Me adapto a vosotros — contesté flemáticamente —. ¿Tenéis algún plan de investigación? ¿Una nueva fuente de estímulos, un aparato de rayos X o algo por el estilo?

— ¿Un aparato de rayos X? — levantó las cejas —. ¿Quién te ha dicho eso?

— No lo sé. Alguien lo mencionó. Quizás a bordo de la Prometeo… ¿Qué? ¿Ya estáis en ello?

— Desconozco los detalles. Fue idea de Gibarian. La puso en marcha con Sartorius. Pero tú, ¿cómo puedes estar al tanto?

Me encogí de hombros.

— ¿Dices que desconoces los detalles? Deberías participar en el experimento; se supone que entra en tu marco de… — No acabé. Él guardaba silencio. El aullido de los ventiladores cesó y la temperatura se mantuvo a un nivel aceptable. Quedó una especie de ruido de fondo, parecido al de una mosca que agoniza. Snaut se incorporó y se acercó al panel de mandos; empezó a accionar los botones sin ton ni son, con el interruptor principal apagado. Prosiguió su juego durante unos instantes hasta que, sin girar la cabeza, anunció:

— Habrá que cumplir con las formalidades relacionadas con… ya sabes.

— ¿Sí?

Se dio la vuelta y me miró como si estuviera a punto de estallar de ira. No puedo asegurar que quisiera sacarlo de quicio con premeditación, pero como no comprendía aquel juego, preferí mantenerme al margen. Su nuez, de tamaño prominente, subía y bajaba al otro lado del cuello negro del jersey.

— Has visitado a Gibarian… — dijo de repente. No era una pregunta. Levanté las cejas y lo miré fijamente a la cara.

— Has estado en su cuarto — repitió.

Hice un pequeño gesto con la cabeza, como diciendo «quizás» o «supongamos que sí».

Quería que continuara hablando.

— ¿Te encontraste a alguien allí? —preguntó.

¡Sabía de la existencia de la mujer!

— Nadie. ¿A quién se supone que me debería haber encontrado? — pregunté.

— Entonces, ¿por qué no me has dejado entrar?

Sonreí.

— Me asusté. Después de tu advertencia, al ver que el picaporte se movía, lo sujeté instintivamente. ¿Por qué no me dijiste que eras tú? Te habría dejado pasar.

— Creía que era Sartorius… — dijo, inseguro.

— ¿Y qué?

— ¿Qué opinas exactamente de… lo que ha pasado allí? —contestó a mi pregunta con otra.

Dudé.

— Tienes que saberlo mejor que yo. ¿Dónde está?

— En la cámara frigorífica — respondió inmediatamente —. Lo trasladamos a primera hora de la mañana… Por el calor.

— ¿Dónde lo encontraste?

— En el armario.

— ¿En el armario? ¿Estaba ya muerto?

— Su corazón seguía latiendo, pero ya no respiraba. Estaba agonizando.

— ¿Intentaste reanimarlo?

— No.

— ¿Por qué?

Vaciló.

— No me dio tiempo. Falleció antes de que pudiera tumbarlo en el suelo.

— ¿Quieres decir que estaba de pie en el armario? ¿Entre los monos de faena?

— Sí.

Se acercó al pequeño escritorio del rincón y cogió un folio. Me lo mostró.

— Intenté pergeñar un protocolo provisional — dijo —. Es incluso mejor que hayas echado tú mismo un vistazo a la habitación. Causa de la defunción: inyección de dosis letal de pernostal. Aquí mismo está escrito…

Leí por encima el texto. Era tremendamente conciso.

— Suicidio… — repetí en voz baja —. ¿Y la causa?

— Desórdenes… depresión… hazte una idea. De eso entiendes tú más que yo.

— Solo entiendo de las cosas que uno puede ver con sus propios ojos — contesté y lo miré con calma desde abajo. Él estaba de pie, ante mí.

— ¿Qué quieres decir? — preguntó con tranquilidad.

— Se inyectó pernostal y se escondió en el armario, ¿es eso lo que dice el informe? Si fue así, no hablamos de depresión, ni de ningún desorden por el estilo. Se trata de una psicosis severa. De paranoia… Seguramente, creyó ver algo… — hablaba cada vez más despacio, mirándolo fijamente a los ojos.

Snaut se alejó hacia el panel de radio y volvió a ponerse a pulsar los botones.

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