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Me di la vuelta. La cortina rosa estaba ardiendo, como si la hubieran incendiado desde arriba, con una línea de fuego, brusca y celeste, que se iba ensanchando poco a poco. Abrí la cortina y la potente luz me dañó los ojos. Ocupaba la tercera parte del horizonte. Un espesor de largas sombras, fantasmagóricamente extendidas, corría entre las hendiduras de las olas hacia la Estación. Estaba amaneciendo. Tras una noche que duraba apenas una hora, el segundo sol del planeta, de color celeste, ascendía lentamente por el cielo. Un interruptor automático apagó las luces del techo. Volví junto a los folios esparcidos. Cogí uno de ellos, al azar, y me topé con una concisa descripción de un experimento diseñado al parecer tres semanas atrás: Gibarian pretendía someter el plasma a la acción de unos rayos X particularmente intensos. Por el contenido, deduje que se trataba de un texto destinado a Sartorius, quien se suponía que iba a organizar el experimento; lo que tenía en la mano era una simple copia. La blancura de las hojas empezaba a causarme molestias en los ojos. El día que acababa de comenzar era diferente al anterior. La superficie del océano — color negro azabache, con reflejos rojizos, bajo el cielo anaranjado por el sol que se enfriaba— estaba casi siempre cubierta por una niebla rosa grisáceo, que se fundía con las nubes y las olas: pues bien, todo aquello había desaparecido. Incluso la luz que se filtraba a través del tejido rosa de las cortinas ardía como el quemador de una potente lámpara de cuarzo, dándole al bronceado de mis brazos una tonalidad casi gris. Toda la habitación se había transformado y lo que antes era rojizo se había vuelto ahora de un color marrón pálido, llegando a adquirir una tonalidad semejante a la de un hígado; en cambio, los objetos blancos, verdes y amarillos lucían ahora más vívidos e irradiaban un resplandor que parecía emanar de su interior.

Entorné los ojos y escudriñé a través de la ranura de la cortina: el cielo era un blanco mar de fuego, bajo el cual temblaba trepidante una especie de metal líquido. Cerré los párpados y distinguí ondulantes círculos rojos dentro de mi campo de visión. En la encimera del fregadero, rota por el borde, descubrí unas lentes oscuras y me las puse. Me ocuparon la mitad de la cara. Ahora, la cortina de la ventana ardía como una llama de sodio. Seguí leyendo, al azar, los folios que iba recogiendo del suelo y los fui colocando sobre la única mesilla que había sin volcar. Faltaban partes del texto.

A continuación, leí los informes de los experimentos ya llevados a cabo. Averigüé que habían sometido al océano a radiación durante cuatro días, a más de dos mil kilómetros al noroeste de la ubicación de la Estación. Todo ello me sorprendió, puesto que la convención de la ONU había prohibido terminantemente utilizar rayos X debido a su acción mortífera, y estaba bastante convencido de que nadie había solicitado a la Tierra el permiso para embarcarse en dichos experimentos. De repente, levanté la cabeza y pude contemplar en el espejo del armario el reflejo de mi propia cara, blanca como la nieve, cubierta por las lentes negras. La habitación ardía en blanco y celeste pero, pasados unos minutos, se escuchó un prolongado chirrido y unas planchas herméticas cubrieron por fuera las ventanas; el interior se oscureció súbitamente haciendo que se encendiera la luz artificial, que ahora resultaba extrañamente pálida. Cada vez hacía más calor. Poco a poco el tono rítmico que emanaba de los conductos de climatización se fue asemejando a un intenso aullido. Los aparatos de refrigeración de la Estación trabajaban a toda máquina. Pese a ello, el calor siguió aumentando.

Oí unos pasos. Alguien caminaba por el pasillo. Alcancé la puerta en dos silenciosas zancadas. Los pasos aminoraron hasta detenerse por completo. Alguien se encontraba ahora de pie, detrás de la puerta. El picaporte cedió lentamente; lo sujeté de forma instintiva. La presión no aumentó, pero tampoco se hizo más débil. La persona que había al otro lado de la puerta actuaba con el mismo sigilo que yo, como si estuviera sorprendida de mi presencia. Permanecimos los dos un buen rato sujetando el picaporte, hasta que la presión del otro lado desapareció. Un leve susurro me aclaró que el desconocido se alejaba. Seguí allí, escuchando detrás de la puerta, hasta que se hizo el silencio.

<p>LOS VISITANTES</p>

Rápidamente doblé en cuatro los apuntes de Gibarian y me los guardé en el bolsillo. Me acerqué despacio al armario y rebusqué en su interior: los monos y los trajes de faena estaban apretujados y amontonados en uno de los rincones, como si alguien se hubiese escondido allí y lo hubiera dejado todo desordenado. Recogí una carta que asomaba por debajo de los papeles desperdigados en el suelo. Comprobé que la carta iba dirigida a mí. Con cierta inquietud, desgarré el sobre. Tuve que reunir todas mis fuerzas para desdoblar el pequeño trozo de papel que albergaba.

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