Le atajó
—Me lo has contado infinitas veces. Con la propulsión hiperespacial se podría atravesar rápidamente toda la Galaxia… A ver si me sabré explicar. Se podría pasar, digo, sin esa retardación de tiempo que se experimenta en la navegación actual. Podrías realizar entonces tu sueño dorado de ir a todas partes y verlo todo. ¡Qué luz hay en tus ojos! ¡Qué expresión tan radiante! ¡Brillan como luceros tus ojos cuando hablas de la hiperpropulsión!
Alan abrió el libro por una de las páginas dobladas.
—Sé que se puede hacer. Estoy seguro de ello. También estoy seguro de que Cavour logró construir una nave hiperespacial.
—No lo dudo — dijo
—¿No vendrías conmigo si construyese una nave hiperespacial?
—¡Tú dirás! —respondió
—Tú eres de los que se atascan en el fango —replicó Alan consultando su cronómetro de pulsera, que marcaba las 8.25—. Tengo que ir a trabajar. Kelleher y yo hemos de envasar carne de dinosaurio congelada. ¿Te vienes conmigo?
—Gracias; tampoco me seduce esa idea. Se está muy bien y muy calentito aquí. ¡Corre, muchacho, vete a trabajar! Me estoy cayendo de sueño.
Se hizo un ovillo en su cuna, se enroscó la cola muy pegada al cuerpo y cerró los ojos.
Los hombres hacían hilera a la entrada de la cámara frigorífica. Alan se puso en la fila. Un muchacho les fue entregando los trajes del espacio, se los vistieron y penetraron en la esclusa neumática.
Para transportar comestibles de los que fácilmente se echan a perder —como la carne de dinosaurio que traían de la colonia establecida en la Alfa C IV para satisfacer la gran demanda que había en la Tierra de este manjar, pese a su sabor algo raro— empleábase en la
El trabajo que se tenía que hacer en aquel momento era sacar la carne congelada de los recipientes, cortarla en pedazos y meterla en cajas que se pudieran manejar fácilmente. El trabajo resultaba difícil, pues exigía de los que lo hacían más inteligencia que fuerza muscular.
Así que todos los hombres estaban dentro de la esclusa neumática, Kelleher cerraba la puerta y abría la de la cámara frigorífica. Oíase el ruido de los relés fotónicos, giraba lentamente la puerta metálica hacia fuera y entraban los hombres.
Alan y los otros empezaron a trabajar de mala gana, cortando el hielo y la carne. En seguida se entregaron con ardor al trabajo. Al cabo de poco rato comenzaron a conseguir algo. Alan sacó una pierna que pesaba lo suyo y dos de sus compañeros le ayudaron a meterla en la caja. Los martillos golpeaban en los clavos para tapar las cajas sin que se oyera ruido alguno en la bóveda sin aire.
Después de lo que a Alan le parecieron tres o cuatro siglos, y que no pasó en realidad de dos horas, quedó hecho el trabajo. Alan se fue luego al Salón de Recreo y se dejó caer con gusto en una silla neumática.
Estaba rendido de cansancio y pensaba que no quería volver a ver más, ni comer, carne de dinosaurio.
Desde allí veía que sus compañeros andaban corriendo por la nave para ejecutar algún trabajo que les había mandado hacer a última hora, antes de que la nave hubiera descendido. Alan se alegraba en cierto modo de que le hubiera tocado hacer aquel trabajo. Era difícil y pesado y se tenía que realizar en malas condiciones: no era cosa agradable gastar tiempo en hacer un trabajo manual embutido en un traje del espacio, pues el aparato para mitigar el sudor, y los acondicionadores del aire que en éste había, hacían que durase más tiempo la labor; pero por lo menos el trabajo quedaba terminado. Una vez envasada toda la carne, el trabajo estaba hecho.
No se podía decir lo mismo de los desgraciados que tenían que fregar los suelos o los tubos u otras cosas peores. Su trabajo no se acababa nunca, siempre tenían que hacer.