Subieron al aparato. Alan se ató con la correa en el asiento del copiloto; su padre se sentó detrás de los mandos.
—No te he visto mucho estos últimos días —dijo el capitán cuando ya habían tomado altura—. Para gobernar la
—Sí, papá; lo sé.
Al cabo de un rato el capitán Donnell preguntó, burlón:
—¿No has renunciado todavía a la idea de descubrir la hiperpropulsión? Sé que sigues leyendo el libro de Cavour.
—Tú sabes que no, padre. Tengo la certeza de que Cavour lo consiguió, antes de desaparecer. Si se llegase a encontrar su cuaderno de apuntes, o una carta que nos pusiera sobre la buena pista…
—Han pasado mil trescientos años desde su desaparición, Alan. Si en todo ese tiempo no se han encontrado documentos suyos, ya nunca se encontrarán. Pero supongo que tú no cejarás en tu empeño.
El capitán dio inclinación lateral al helicóptero, los rotores se pusieron a girar y el aparato empezó a descender suavemente en dirección al lejano campo de aterrizaje.
Alan miró hacia abajo, el grupo de edificios que empezaba a hacerse visible. Se diría que el Recinto que allí tenían los moradores de las estrellas era como un paño acolchado hecho de edificios anticuados y viejos y chapuceramente construidos.
Le causaban sorpresa a Alan las palabras de su progenitor. El capitán nunca había mostrado interés por la posibilidad de la navegación a mayor velocidad que la de la luz. Eso le parecía pura fantasía.
—No te comprendo, papá. ¿Por qué dices que no cejaré? Si algún día encuentro lo que busco, eso significará el fin del estilo de vida que llevamos ahora los moradores de las estrellas. La navegación entre los planetas será instantánea. Nadie se querrá marchar. No estaremos separados largo tiempo de las personas que conocemos.
—Tienes razón. Eso de la hiperpropulsión me está ahora haciendo meditar mucho y profundamente. No habría efectos de contracción. ¡Figúrate los cambios que ello operaría en nuestro estilo de vida! No; no habría ya separaciones largas, si alguno abandonaba la nave por algún tiempo.
Alan adivinó el estado de espíritu de su padre. Veía el motivo que tenía el autor de sus días para interesarse por la hiperpropulsión.
«Se acuerda de Steve —pensaba el joven—. Si tuviéramos ya la navegación hiperespacial, no tendría importancia lo que ha hecho mi hermano. Steve y yo tendríamos la misma edad.»
El próximo viaje de la
Pensaba Alan que eso era lo que atormentaba la mente de su padre. Daba el capitán por perdido para siempre a su hijo Steve. Y no quería que se repitiera el caso de éste. «Y ahora desea que venga la hiperpropulsión tanto como yo», opinaba el muchacho.
Alan admiró la erguida figura de su padre al descender del helicóptero. Mientras caminaban hacia el edificio en que estaba la Administración del Recinto iba pensando el joven en el mucho trabajo que le habría costado a su padre el ocultar la pena que le roía el alma, tras aquella hermosa fachada que era su cuerpo.
«Por él, tanto como por mí, he de saber algún día en qué consiste la hiperpropulsión de Cavour», se dijo Alan.
Los grotescos edificios del Recinto aparecían delante de él. Detrás de éstos, visibles a la purpúrea claridad crepuscular, estaban las altas y brillantes torres de aquella ciudad de la Tierra. Probablemente, en alguna parte de la ciudad vivía Steve. —También encontraré a mi hermano.
Cuando llegaron al Recinto Alan y su padre, ya habían dado alojamiento a muchos de los individuos de la tripulación del
El funcionario encargado de los alojamientos dio a Alan el número de su habitación. Era aquél un viejo de expresión aburrida en su ajada cara, quizás un astronauta que se había retirado del servicio.
La habitación era un cuarto muy reducido que contenía una inmensa y vieja silla neumática —desinflada quién sabe cuánto tiempo ha— un catre y un lavabo. Las paredes estaban pintadas de verde — de un verde que debió ser oscuro en algún tiempo, pero que estaba ya descolorido; tenían no pocos desconchones, en uno de ellos había grabado con un cortaplumas, en letras muy grandes: BILL DANSERT DURMIÓ AQUÍ el 28 de junio de 2683.
Preguntóse Alan cuántos ocupantes había tenido aquella pieza antes y después de Bill Dansert, si este Bill Dansert estaría vivo aún y navegando por entre las estrellas al cabo de doce siglos de haber grabado su nombre en la pared.
Se dejó caer en la silla neumática y se aflojó la chaqueta de su uniforme.
—No hay mucho lujo ni comodidades aquí —dijo a
Los médicos se presentaron al anochecer, para ver si los recién llegados venían con alguna enfermedad contagiosa. Les habían dicho a los tripulantes de la