Читаем Obsesión espacial полностью

Esto aparte, todo seguía igual. Eran dos o tres docenas de familias, un centenar de personas que vivían juntas año tras año. No era, pues de extrañar que Judy Collier siempre tuviera que ir al baile con Roger Bond. Por aquel entonces escaseaban tanto los solteros, que los jóvenes de uno y otro sexo apenas si tenían a quien elegir.

Por eso se había ido Steve. ¿Qué había dicho Steve? «Me siento como encerrado entre las paredes de la nave me parecen los barrotes de una celda.» Afuera estaba la Tierra, con una población de unos ocho billones de almas. Los moradores de la Valhalla no eran más que 176.

Alan conocía a los 176, y todos eran para él como de su familia; y lo eran, hasta cierto punto. En ninguno de ellos había nada que fuese misterioso o nuevo.

Y lo que buscaba Steve era la novedad. Huyó de allí en pos de ella. Alan volvió a pensar que con el perfeccionamiento de la hiperpropulsión todo se arreglaría si…

No le gustaba nada tener que hacer cuarentena.

Los moradores de las estrellas sólo podían quedarse en la Tierra muy poco tiempo. Pero en el Recinto tenían ocasión de comunicarse con los tripulantes de otras naves, de ver caras nuevas, de hablar de cómo era la vida en los astros en que ellos habitaban. Casi era un crimen privarles de esas horas de bienestar.

Al levantarse de la silla neumática el joven pensó que, después de aquello, lo mejor era el baile; aunque había una gran distancia entre ambas cosas.

Paseó la mirada por el Salón de Recreo y lo que vio le hizo decir para su capote:

—En nombrando al ruin de Roma…

Allí estaba Roger Bond, descansando también, bajo una lámpara radiotérmica. Alan se acercó a él.

—¿Sabes ya la mala noticia, Rog?

—¿La de la cuarentena? —respondió Roger, consultando su cronómetro de pulsera—. Sí. ¡Demonio, qué tarde es ya! Vale más que vaya a ponerme guapo para el baile.

Se puso en pie. Era un chico de poca estatura, bien parecido, con el pelo casi negro, un año más joven que Alan.

—¿Quién es tu pareja?

Roger meneó la cabeza.

—¡Quién va a ser! Esa flacucha de Judy Collier. ¿Hay algo más para elegir aquí?

—No —contestó Alan con tristeza—. No hay mucho más.

Salieron juntos del Salón de Recreo. Un enorme aburrimiento se apoderaba de Alan. Le parecía estar metido dentro de una niebla parda, la cual le desazonaba.

—Nos veremos esta noche — dijo Roger.

—Puede ser — respondió Alan melancólicamente, con el ceño fruncido.

<p>Capítulo III</p>

Aterrizó la Valhalla a las 17.35 sobre el morro. No fue esto motivo de sorpresa para nadie, pues el capitán Mark Donnell era esclavo de la puntualidad; no se había retrasado una sola vez en los cuarenta años que llevaba navegando por el espacio, período que equivalía a más de diez siglos de historia de la Tierra.

Todo salió como estaba previsto y ordenado. Desembarcó la tripulación por familias, por orden de clase y antigüedad, con la sola excepción de Alan. Éste, por ser miembro de la familia del capitán, salió el último; pero también le llegó su turno.

—Volvemos a pisar tierra firme, Rata.

Se hallaban en el campo en que había aterrizado la Valhalla, abrasado y requemado por los chorros de gas de la propulsión. La dorada armazón descansaba sobre la cola.

—Firme para ti, quizá —replicó Rata—. Para mí, que voy en tu hombro, se balancea más que la nave.

El capitán Donnell tocó el pito, se llevó luego las manos a la boca y gritó:

—¡Ya están aquí los helicópteros!

Alan se puso a mirar la escuadrilla de helicópteros pintados de gris, que descendían con los rotores girando cada vez más lentamente. El chico echó a andar con sus demás compañeros. Los helicópteros los transportarían desde el campo de aterrizaje del astropuerto al Recinto, donde pasarían seis días.

El capitán vigilaba cómo entraban los hombres en los helicópteros. Alan se acercó a su padre.

—¿En cuál vas tú, hijo?

—Me han mandado que vaya en el número uno.

—He dado contraorden.

El capitán, luego de decir esto, se volvió hacia los tripulantes y dijo:

—No os paréis. Ocupad el helicóptero número uno.

Los hombres obedecieron.

—¿Está lleno ya? — preguntó el capitán.

Contestaron afirmativamente. El aparato empezó a gruñir y los rotores a girar; se elevó, se mantuvo en equilibrio por un momento y luego voló en dirección norte, hacia el Recinto.

—¿Por qué has dado contraorden, papá?

—Porque quiero que vengas conmigo en un helicóptero biplaza. Kandin ocupa tu puesto en el número uno.

Ordenó luego el capitán:

—¡Ocupad el número dos!

Los hombres lo hicieron así. Un momento después hacía señas el piloto de que el helicóptero estaba lleno. Partió el aparato. Alan, viendo que él saldría el último, quiso aprovechar el tiempo y se ocupó en impedir que se alejaran los niños de los tripulantes.

Ya no quedaban en el campo más que Alan y su padre. Tenían detrás de ellos el pequeño helicóptero de dos plazas y la gigantesca y brillante Valhalla.

—Vámonos ya — dijo el capitán.

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