Читаем Obsesión espacial полностью

—Y acuérdate, Alan —dijo—, de que Steve ya no es tu hermano gemelo. Tú tienes diecisiete años, y él va a cumplir veintiséis. Ya no seréis mellizos nunca más. — Y apretando el brazo de su hijo, agregó el capitán cariñosamente —: Lo mejor que puedes hacer es ir a almorzar. Va a ser un día de mucho ajetreo para todos nosotros.

Y Donnell entró en su cámara.

Alan echó a andar a lo largo del ancho corredor que conducía al comedor, situado en el Compartimiento C de la gran astronave. Iba pensando en su hermano. Hacía unas seis semanas que Steve se había fugado, durante la parada anterior que hizo la Valhalla en la Tierra.

En aquella ocasión la Valhalla tenía que permanecer dos días en la Tierra y luego partir para Alfa del Centauro llevando a bordo a un grupo de colonos para Alfa C IV. El horario de una astronave se prepara siempre con mucha anticipación. La Junta de Comercio para la Galaxia suele tomarse décadas de tiempo terrestre para la inscripción de peticiones de pasaje.

Faltaba poco para salir la nave. Steve no había vuelto al recinto en que moraban los astronautas durante sus recaladas en la Tierra.

Alan recordaba todo esto como si hubiera sucedido el día anterior. El capitán Donnell pasó lista para cerciorarse de que todos los tripulantes estaban a bordo. Esto era necesario, pues si partía la nave sin alguno de ellos, el pobre quedaría separado de sus amigos y familia para siempre.

Llamó a Donnell, Steve. Viendo que no contestaba, el capitán repitió el nombre dos veces más. Reinaba profundo silencio en la sala en que se hallaba reunida la tripulación.

Lo rompió Alan, diciendo:

—No está aquí, papá. No volverá.

El muchacho hubo de explicar a su padre lo que el díscolo Steve había hecho, y que había intentado inducirle a abandonar también la Valhalla.

Alan también estaba cansado; todos sentían este cansancio en algún momento; pero no era rebelde como su hermano, y no había querido desertar.

Recordaba Alan la dolorosa sorpresa que se dibujó en el rostro del autor de sus días. El capitán Donnell reaccionó inmediatamente y como él solía hacerlo. Movió la cabeza y ordenó a Art Kandin, primer oficial y segundo de a bordo:

—Borre de la lista a Donnell. Los demás están todos. Prepárense para partir.

Una hora después se elevaba la nave. Se dirigía a Alfa del Centauro, que dista de la Tierra cuatro años y medio de luz. Duró el viaje de la Valhalla seis semanas justas.

Durante esas seis semanas habían transcurrido en la Tierra más de nueve años.

Por lo tanto, Alan Donnell tenía diecisiete años y su hermano gemelo, Steve, veintiséis.

—Buenos días, Alan — dijo una voz aguda en el momento en que el joven dejaba a sus espaldas los asideros de la Cubierta de Gravedad 12 y seguía andando hacia el comedor.

Miró asustado y lanzó un bufido de disgusto al ver la persona que le había saludado. Era Judy Collier, una chiquilla delgadita de unos catorce años de edad, cuya familia hacía cosa de cinco años —cinco años según el tiempo de la nave— que formaba parte de la tripulación. Los Collier eran como quien dice unos recién llegados; no obstante, gozaban ya de las simpatías de muchas otras familias, pese a lo difícil que era penetrar en su intimidad.

—¿Vas a comer? — preguntó la niña.

—Sí — respondió Alan con sequedad, sin detenerse.

La chiquilla anduvo un par de pasos detrás de él y le preguntó:

—¿Es tu cumpleaños, hoy?

—Sí, es mi cumpleaños — contestó Alan más secamente aún.

Al joven le cargaba aquella chica. Desde el último viaje a Alfa, la chica se había encaprichado por él y no hacía más que seguirle a todas partes y marearle a preguntas. Alan la desdeñaba, considerándola una niña tonta.

—Muchas felicidades —dijo Judy, soltando una risita—. ¿Me dejas que te dé un beso?

—No. Déjame en paz, si no quieres que llame a Rata para que…

—No me da miedo ese animalito. El mejor día lo aplasto como a un gusano y lo tiro a la basura.

—¿Quién se atreve a llamarme gusano? — dijo desde el suelo una voz fina, chillona, que apenas se podía oír.

Alan miró al suelo y vio a Rata, su compañero, que estaba sentado sobre sus patas traseras junto a Judy, mientras sus ojillos rojos, que parecían dos abalorios, dirigían aviesas miradas al tobillo de la niña.

—Me mordió — se quejó Judy, haciendo como que iba a pisar al animal.

Rata se alejó velozmente, dio un salto y ascendió por los pantalones del uniforme de Alan hasta llegar al hombro de su dueño, donde tenía costumbre de colocarse.

El chasco puso rabiosa a Judy. Asestó a Rata una mirada de furor, pataleó colérica y entró en el comedor. Alan la siguió riendo entre dientes, para sentarse en el banco de los tripulantes de su categoría.

—Gracias, compañero —dijo con dulzura al pequeño ser que tenía en el hombro—. Esa chica se está poniendo muy pesada.

—Lo mismo pienso yo —repuso Rata con su vocecilla de pájaro—. No me ha gustado esa mirada que me ha lanzado. Es capaz de tirarme a la basura después de aplastarme.

—Nada temas. Le costaría caro si lo hiciese, porque yo le haría algo peor a ella.

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