En años recientes casi agradecía que la Iglesia lo proclamase en sus plegarias El Líder Elegido de Dios. Era esa la razón de que sostuviese el Centro de Iglesia Ortodoxa Rusa de Zagorsk con los fondos del Kremlin. Stalin no dio la bienvenida a ningún ministro de ningún gran poder en la forma en que recibió a su dócil, decrépito Patriarca. Iba a su encuentro hasta las puertas externas, y lo conducía a la mesa del brazo. Había pensado en hallar una pequeña estancia en alguna parte, para regalarle al Patriarca, como antes solía hacerse para los que rezan por el responsa del alma.
En general, Stalin se daba cuenta de que tenía una cierta predisposición no solamente hacia la Ortodoxia sino hacia otros elementos y palabras asociadas con la de aquel viejo mundo del que provenía y al que, como obligado por su trabajo, había estado destruyendo durante años.
En los años treinta, por razones políticas había resucitado la palabra "patria", que no había sido usada durante quince años hasta parecer casi un término vergonzoso. Sin embargo, con los años, él había llegado a disfrutar diciendo: "Rusia" y "patria". Había llegado a serle muy agradable el pueblo ruso —aquel pueblo que nunca lo traicionó, que estuvo hambriento por tantos años, tantos como fueron necesarios; que calmamente partió a la guerra, al campo, soportando toda clase de penalidades, sin rebelarse nunca. Después de la victoria, Stalin había dicho con completa sinceridad que el pueblo poseía una mente clara, un carácter constante y paciencia.
Con los años, él mismo había deseado más y más, ser reconocido como ruso.
Encontraba placer hasta en las palabras que evocaban la vida de antaño: no debía decirse "cabeza de escuela" sino "directores"; no “cuerpo de mando" sino "cuerpo de oficiales"; no comité Central Ejecutivo de Toda Rusia sino Soviet Supremo; ("Supremo" era una palabra muy hermosa).
Los oficiales debían tener "ordenanzas". Las alumnas de la escuela superior debían estudiar separadas de los muchachos, llevar delantales y pagar la enseñanza. El pueblo del Soviet debía tener un día de reposo, como los cristianos, el domingo y no cualquier fecha impersonal. No debía reconocerse sino el matrimonio legal, como era el caso bajo el zar, aun cuando él había pasado un duro tiempo a causa de ello en aquellos días. No importaba qué pensara Engels acerca de esto en el fondo del mar.
Estaba bien que fuese aquí, en su despecho, donde por primera vez ensayase con entera satisfacción las charreteras de la vieja Rusia.
Al final del análisis, nada había de vergonzoso en una corona, el más alto signo de distinción. Después que todo había sido dicho, quedaba todavía algo sano en el mundo sostenido con firmeza durante trescientos años. ¿Por qué no tomar prestado lo mejor de ello?
Aunque la rendición de Port Arthur no podía sino alegrarlo cuando estaba en el exilio escapando de la provincia de Irkutsk, no estuvo equivocado al decir después de la rendición de Japón en 1945, que Port Arthur había sido una mancha en su orgullo y en el de otros rusos más ancianos. ¡Sí, sí, ancianos rusos! Stalin a veces daba en sentir, que después de todo, no era cuestión de suerte que él se hubiera establecido como cabeza de su país, puesto que había conquistado su corazón —él y no todos aquellos famosos gritones talmudistas de barba puntiaguda, con nada positivo en ellos. Allí estaban, juntos, allí en aquellas estanterías todos los que fueron ahogados, fusilados, pisoteados en campos de concentración hasta convertirse en abono, envenenados, quemados, muertos en catástrofes automovilísticas y suicidados, erradicados, por encima del anatema, apócrifos, por ahora alineados todos aquí. Cada noche le ofrecían sus páginas, chocaban sus pequeñas barbas, retorcían sus manos, le escupían a la cara, le gritaban roncos desde aquellos estantes: ¡Te lo advertimos! ¡Tendrías que haberlo hecho de otro modo!
No se necesita mucha inteligencia para buscar pulgas ajenas...¡ahora se sabe por qué están acá!
He aquí por qué Stalin los había reunido, tan acertadamente a todos, de manera de ser más malévolo cuando de noche tomaba sus decisiones.
La invisible orquesta interior con la que marchaba le siguió marcando el paso; se apagó.
Sus piernas comenzaron a dolerle; le pareció como si fuese a perder el uso de ellas. De la cintura para abajo, había comenzado a no sentirlas a veces.
El dueño de la mitad del mundo, vestido con uniforme de generalísimo, corría despacio sus dedos a lo largo de los estantes, pasando revista a sus enemigos. Al volverse del último, vio el teléfono sobre su escritorio.
Algo se le había ido escapando de la memoria toda la noche como el rastro de la cola de una serpiente.
Había querido preguntar a Abakumov algo. ¿Había sido arrestado Gomulka? ¡Lo tenía por fin! Restregándose las botas, hizo su camino hasta el escritorio, tomó la pluma, y escribió en su calendario: "Teléfono Secreto".