Читаем En el primer cí­rculo полностью

Pero esta vez, esta única vez, sintió que no podía salir. Resultaba imposible apurar de esta manera la instalación del teléfono secreto. No había escapatoria alguna.

Era muy tarde para declararse enfermo.

Estaba parado cerca de la baranda y miraba abajo. La neblina estaba sobre el hielo, sin ocultarlo, directamente debajo de donde éste se derretía; Yakonov podía ver el agujero negro del agua que se movía.

La fosa oscura del pasado —la prisión, abierta de nuevo delante de él— lo atraía.

Yakonov consideraba los seis años que había pasado allí una desgracia enloquecedora, una plaga, una vergüenza, el mayor fracaso de su vida.

Hecho prisionero en 1932 cuando era un joven ingeniero en radio, que había sido enviado por dos veces a un puesto en el extranjero (fue por causa de esos nombramientos en el extranjero que lo habían arrestado).

Estuvo entre los primeros zeks, quienes de acuerdo con el concepto de Dante componían una de las primeras sharashkas.

¡Cómo deseaba olvidar su prisión pasada! Y hacer que otros lo olvidaran, además. Y hacer que el destino lo olvidara. Cómo se había mantenido lejos de quienes le recordaran aquel tiempo desdichado, que lo había conocido como un prisionero.

Bruscamente retrocedió, cortó a través del muelle y comenzó a trepar el risco cuesta arriba. Un buen trecho de riel orillaba la valla del proyecto de otra nueva construcción; estaba acolchonado con hielo pero no era muy resbaladizo.

Solamente el fichero central de la MGB sabía ahora y entonces que los ex-zeks se ocultaban en uniformes MGB. Dos, además de Yakonov, estaban en el Instituto Mavrino.

Yakonov cuidadosamente los evitaba, tratando de no mantener conversación con ellos, excepto en cosas de trabajo y nunca se quedaba con ellos solo en la oficina, para que nadie se hiciese una falsa idea.

Uno de ellos —Kmyazhmetsky, un químico, profesor de setenta años, estudiante favorito de Mendeleyev— había completado su término de diez años. Entonces y en vista de una larga lista de méritos científicos, fue enviado a Mavrino como empleado libre y trabajó allí durante tres años después de la guerra, hasta que el latigazo del silbante decreto de "Reforzamiento de la Retaguardia" lo derribó. Una vez, a la tarde, fue citado por teléfono ante el ministro y no regresó. Yakonov lo recordaba descendiendo las escaleras alfombradas de rojo del instituto, moviendo su plateada cabeza temblorosa, sin comprender todavía por qué lo citaban por "media hora". Mientras detrás de él, en lo alto de la galería que llevaba a la escalera, un oficial de seguridad de la Shikin se valía de su cortaplumas para arrancar la fotografía de la lista de honor del boletín del tablero.

El segundo fue Altynnov. No era un científico famoso, sino simplemente un hombre de empresa. Después de su primer término se había mostrado reticente, caviloso, con la desconfianza cerril típica de la tribu de los detenidos. Tan pronto como el Decreto "Reforzamiento de la Retaguardia" comenzó a hacer sus primeras barridas por los barrios, que formaban anillo en torno de la capital, Altynnov simuló desarreglos cardíacos y fue admitido en una clínica de enfermedades del corazón. Lo simuló tan de verdad y por tan largo tiempo que los médicos no tuvieron más esperanza de salvarlo. Sus amigos cesaron sus cuchicheos, comprendiendo que su corazón gastado por tantos años de astucia, simplemente no daba más.

De este modo, Yakonov, ya predestinado desde el año anterior por haber sido un zek, estaba ahora doblemente sentenciado como saboteador.

La fosa llamaba a sus hijos de regreso.

Yakonov hizo su camino hacia arriba del lote libre, sin darse cuenta de dónde iba, ni notar la pendiente. Finalmente, falto de aliento tuvo que detenerse. Sus piernas estaban cansadas, sus tobillos tensos de hacer fuerza por lo desigual del suelo.

Desde el alto lugar que había escalado, miró entonces en torno de él, con ojos que recién percibían lo que miraban, y trató de hacer cuentas acerca de dónde estaba.

En la hora desde que dejó su coche, la noche se había vuelto mucho más fría; y casi había pasado. La niebla desaparecía. El suelo bajo sus pies estaba salpicado de pedazos de ladrillos y vidrios rotos, había un galpón o una casilla inclinada cerca de él. Más abajo estaba la valla a lo largo de la cual había caminado rodeando la gran área donde las construcciones no habían sido iniciadas. Aunque no nevaba, todo aparecía blancuzco por la escarcha.

Aquella colina tan próxima al centro de la capital, sugería una extraña desolación. Blancos peldaños ascendían, siete primero; después se detenían para recomenzar.

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