Читаем En el primer cí­rculo полностью

El Inmortal caminaba por su despacho nocturno, excitado por grandes pensamientos. Una clase de música interior surgía en él, como una enorme orquesta que ejecutara música de marcha.

¿Gente descontenta? Muy bien. Siempre hubo gente descontenta y siempre la habrá.

Pero pasando revista en su mente a la no tan compleja historia del mundo, Stalin comprendió que con el tiempo el pueblo olvidaría todo lo malo, y no solamente lo olvidaría sino que hasta lo recordaría como algo bueno. El pueblo entero era como la reina Ana, la viuda de Ricardo III, de Shakespeare. Su arrebato era corto, su voluntad inconstante, su memoria débil —siempre feliz de someterse por entero al victorioso.

Por eso debía vivir hasta los noventa, porque la batalla no había concluido todavía, la construcción estaba sin terminar y no había quién lo reemplazase.

Para empeñarse y vencer la última guerra mundial. Para exterminar como a ratas la democracia social del Oeste y después todas las otras que estuvieran todavía en el mundo sin derrotar. Entonces, naturalmente, se recogerían los frutos de la productividad del trabajo y se resolverían los variados problemas económicos. Solamente, él, Stalin, conocía la senda por donde se conduciría la humanidad a la felicidad; solamente él sabía cómo empujarla a que se enfrentase con la dicha como al perrito ciego hacia el bol de leche. — ¡Aquí está, bebe!

¿Y después?

Hubo un hombre de veras —Bonaparte—. No hizo caso de las lamentaciones de los jacobinos —se declaró emperador— y lo fue.

Nada había de malo en la palabra "emperador". Simplemente quería decir "comandante", "jefe".

¿Cómo sonaría Emperador del Planeta? ¿Emperador de la Tierra? No existía la menor contradicción entre el significado de ésta y la palabra Comunismo mundial.

(Paseaba y paseaba y la orquesta seguía sonando).

Entonces, tal vez encontraran un remedio para volverlo inmortal por lo menos. ¿No a él?... no llegarían a tiempo.

¿Cómo podría él abandonar la humanidad? ¿A cargo de quién? Ellos lo confundirían todo de nuevo. Bien, perfectamente. Habría más monumentos para él. Más y mayores. La tecnología ayudaría para entonces lo que podría llamarse adoctrinamiento a través de los monumentos. Que se erigiese un monumento en el monte Kasbek o en el pico del Monte Elbrus, de tal manera que su cabeza pudiera estar siempre por encima de las nubes y así podría morir tranquilo. El Mayor de todos los Grandes, sin igual sobre la historia de la tierra.

De pronto se detuvo.

—¿-Más allá? ¿Más alto? Desde luego que él no tenía par, pero si allá... más arriba...

(De nuevo volvió a pasear de un lado a otro pero despacio).

Todo el tiempo, este punto sin solución daba vueltas en la mente de Stalin. De hecho, nada había de vago en ello. Hacía mucho que había sido probado, lo que hacía falta probar y desechado lo que estorba. Se había comprobado que el universo es infinito. Se había comprobado que era imposible probar que Cristo hubiese existido. Se había comprobado que todas las curas milagrosas, espíritus, profecías y trasferencias de pensamiento eran consejos de viejas.

Pero la materia de nuestra alma, lo que amamos y a lo que nos acostumbraron, se forma en la juventud, nunca después. Memorias de la niñez volvían ahora con poderosa vida a Iosif.

Hasta la edad de diecinueve años había crecido en el culto del Viejo y Nuevo Testamento, de la vida de los santos y la historia de la Iglesia. Había ayudado a celebrar las liturgias, cantado en el coro; solía cantar Ahora estás perdonado, de Strokin. Todavía podía cantarlo sin equivocarse. ¡Cuántas veces en el curso de once años de escuela y en el seminario, se había aproximado a los iconos y los había contemplado en sus ojos misteriosos! Deseaba aquella fotografía incluida en la biografía de su aniversario: graduado-de-la-escuela-eclesiástica-Djugashvili, en casaca gris de cuello cerrado; sombrío adolescente de rostro ovalado, exhausto de rogar, con los cabellos largos, severamente partidos, en preparación para su ordenación, humildemente untado con el aceite de lámparas y peinado sobre las orejas; solamente sus ojos y cejas tirantes daban alguna señal de que aquel obediente pupilo pudiese llegar a metropolitano.

Este mismo inspector de la iglesia Abakadze, que había despedido a Djugashvili del seminario, permaneció intocable por orden de Stalin. Dejen al viejo vivir su vida afuera.

Y cuando el 3 de julio de 1941, frente al micrófono, con su garganta reseca endurecida por el temor y las lágrimas de propia conmiseración (pues su corazón no era inmune a la piedad), no fue por casualidad que la palabra hermano estalló en sus labios. Ni Lenin ni ningún otro líder habrían pensado pronunciarla.

Sus labios decían lo que habían aprendido a decir en su juventud.

Sí, en aquellos días de julio había quizá orado dentro de sí, como algunos ateos se persignaban involuntariamente cuando caían las bombas.

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