Con su libreta abierta, Abakumov estaba erguido en su silla, de cara al Líder —no se paró sabiendo que Stalin apreciaba la inmovilidad en aquellos a quienes hablaba— y con toda diligencia comenzó a hablar sobre cosas que nunca había tenido la intención de mencionar. Una respuesta inmediata era esencial en una entrevista con Stalin; él interpretaba cualquier clase de hesitación como una confirmación de pensamientos malvados.
—Iosif Vissarionovich, comenzó Abakumov con voz temblorosa, y ofendida. Todos sus ministros existimos, solo para que usted, Iosif Vissarionovich pueda trabajar sin ser perturbado, pueda pensar y guiar el país.
Stalin había dicho "seguridad para los ejecutivos del Partido" pero Abakumov sabía que solamente quería una respuesta acerca de él.
—Cada día conduzco represiones, hago arrestos, investigo casos.
Con la cabeza estirada como un cuervo con cuello torcido, Stalin lo miraba de cerca. Escucha, — le preguntó— ¿Qué hay de eso? ¿Hay todavía casos de terrorismo? ¿No han parado?
Abakumov asintió amargamente —querría poder decir que no hay casos de terrorismo, pero los hay. Apenas los olfateamos los damos vueltas lo mismo en los fondos de las cocinas, que en los mercados.
Stalin cerró un ojo; la satisfacción era visible en el otro.
—Eso está bien, asintió. Así que usted está trabajando.
¡Pero Iosif Vissarionovich,! — dijo Abakumov—, incapaz de permanecer sentado más tiempo delante de su Líder. Se puso de pie sin estirar totalmente sus piernas. ¡Pero Iosif Vissarionovich!, no dejamos a los casos alcanzar un nivel de consumación. Los pescamos en el momento de la concepción, en plena intención, usando "El punto 19."
—Bien, bien —dijo Stalin, y con pacífico gesto dio a entender a Abakumov que se sentara. (Todo lo que él necesitaba era tener ese esqueleto como torreón sobre él) ¿Así que usted cree que hay todavía insatisfacción en el pueblo?
De nuevo Abakumov gesticuló y respondió con pesar: —Sí, Iosif Vissarionovich. Existe todavía un cierto porcentaje...
(¡Pobre de él si hubiera dicho no! ¿Para que existía en tal caso su ministerio?
—Tiene razón, asintió Stalin. Y esto significa que tienes que hacer un trabajo para Seguridad del Estado. Algunos me dicen que no hay más insatisfechos, que todos los que votan sí en las elecciones están satisfechos. Stalin sonrió con ironía. — ¡Esto es ceguera política! ¡El enemigo puede votar, sí, pero puede irse a ocultar en su escondrijo y seguir insatisfecho! ¿Cinco por ciento, dijo usted? ¿U ocho tal vez?
Stalin estaba particularmente orgulloso de su poder de penetración, de su capacidad de autocrítica, de su inmunidad para el elogio.
—Sí, Iosif Vissarionovich, confirmó Abakumov, eso es exacto, cinco por ciento, tal vez siete.
Stalin continuaba su trayectoria por la oficina, en círculos alrededor del escritorio.
—Es culpa mía, Iosif Vissarionovich, añadió Abakumov; claramente, se daba cuenta de que sus orejas se estaban helando de nuevo. — No puedo ser complaciente.
Stalin apenas golpeó su pipa, contra el cenicero —¿Y qué hay del humor de la gente joven?
Las preguntas se sucedían a las preguntas como cuchillos y todo lo que esto buscaba era un error. Si se contestaba "Bien", eso hubiera querido decir ceguera política; si "Mal",— era que no se creía en el futuro. Abakumov hizo un gesto expresivo con las manos y no dijo nada.
Stalin no esperó respuesta. Con convicción, dijo, golpeando su pipa: —Debemos prestar más atención a la gente joven. Tenemos que ser particularmente intolerantes con las faltas de la gente joven.
Abakumov se rehizo y comenzó a escribir.
Stalin estaba fascinado por sus propios pensamientos; sus ojos llameaban con fulgor de tigre. Llenó su pipa una vez más, la encendió, y de nuevo, con insistencia, continuó su paseo.
—Debemos intensificar nuestra vigilancia sobre los estudiantes. Necesitamos desarraigar, no sólo a los individuos, sino grupos enteros. Tenemos que sacar ventaja de las completas medidas de castigo que las leyes nos permiten —veinticinco años, no diez; diez años suenan a colegio, no a prisión. Se le pueden dar diez a un escolar. No a quien tiene pelos en la cara. ¡Veinticinco! ¡Son jóvenes, sobrevivirán!
Abakumov escribía concentradamente. El primer mecanismo de una larga serie había comenzado a trabajar.
—¡Es tiempo ya de que se ponga fin a las cómodas condiciones de sanatorio en las cárceles, políticas! Beria me ha contado que las encomiendas con alimentos siguen permitiéndose en la cárcel. ¿Es verdad esto?
—¡Lo pararemos! ¡Prohibiremos esto! Abakumov lo dijo con dolor en la voz mientras seguía escribiendo. Es un error nuestro, Iosif Vissarionovich. Perdónenos. (Esto era de verdad un error. Pudo adivinarlo él mismo). Stalin se plantó frente a él con las piernas separadas.
—¿Cuántas veces debo explicar la misma cosa? ¡Es necesario que lo entiendan de una vez por todas!