Salieron aliviados, todavía en fila, uno detrás del otro, bajando los ojos ante el retrato de cinco metros de altura de Stalin.
Pero se estaban alegrando demasiado pronto. No sabían que el ministro les había tendido una trampa.
En cuanto salieron se anunció otra persona:
—¡Ingeniero Pryanchikov!
A PROPÓSITO DEL AGUA HERVIDA PARA EL TÉ
Esa noche, bajo la orden de Abakumov comunicada por Sevasyanov, se había citado primero a Yakonov, Luego, dos mensajes secretos fueron telefoneados al Instituto Mavrino durante un intervalo de quince minutos; ordenando primero que el zek Bobynin y luego el zek Pryanchicov fuesen llevados al ministerio. Se los condujo á Bobynin y a Pryanchicov en automóviles separados y se los dejó en diferentes habitaciones para prevenir cualquier entendimiento entre ellos.
Era poco probable, sin embargo, que Pryanchicov fuera capaz de un arreglo debido a su sinceridad poco común, la cual muchos sensatos hijos de esa época, consideraban una anormalidad psíquica. En la
Justo delante de las puertas de Sretenia, el auto tuvo que detenerse por una multitud que salía de un cine y luego esperar, que cambiaran las luces del tránsito.
Millares de prisioneros imaginan que la vida de libertad sin ellos, se detiene; que no quedan hombres; que las mujeres solitarias se cubren la cabeza con cenizas por un exceso de amor y fidelidad. Y aquí, delante de Pryanchikov se hallaba la bien alimentada, animada, multitud ciudadana —sombreros, velos, zorros plateados— y el perfume de mujeres al pasar, sobrecargaron sus sentidos tambaleantes; atravesando la escarcha; atravesando el impenetrable cuerpo del auto, como una serie de garrotazos. Podía apenas oír las conversaciones, pero no las palabras; quería golpear con su cabeza el vidrio irrompible y gritarle a las mujeres que era joven, que estaba poseído de ansias, que había estado encerrado en una prisión sin razón alguna. Después de la soledad monacal de la
Más tarde, en la sala de espera, Pryanchikov a duras penas podía distinguir las sillas y mesas que allí había; los sentimientos e impresiones que lo invadieron no lo abandonarían fácilmente.
Un teniente coronel joven, atildado, lo invitó a seguirlo. Pryanchikov con su cuello frágil y sus muñecas finas; angosto de hombros, y flaco de piernas, nunca tuvo un aspecto tan insignificante como cuando entró en la oficina, ante cuyo umbral se retiró el oficial que lo conducía.
Era tan amplia que Pryanchikov ni siquiera se dio cuenta inmediatamente que era una oficina —tan grande era el despacho— y que el individuo con charreteras doradas al fondo de la habitación, era su amo. No vio un Stalin de cinco metros de altura detrás de sus espaldas. Moscú y las mujeres de la noche, todavía flotaban delante de sus ojos. Se sentía borracho. Le costaba imaginarse por qué estaba en este vestíbulo, qué clase de vestíbulo era. Y era todavía más ridículo imaginar que en algún lado, en un cuarto semicircular iluminado con una bombita azul —a pesar de haberse terminado la guerra cinco años antes— un vaso a medio servir de té frío, esperaba su regreso.
Sus pies se movieron a través de la enorme alfombra. Era mullida, de lana gruesa, hubiera querido revolcarse en ella. A lo largo del lado derecho del vestíbulo se sucedían una hilera de ventanales, del lado izquierdo pendía un espejo de gran tamaño.
La gente de afuera no se da cuenta del valor de las cosas. Para un zek que se las arregla con un espejito ordinario más pequeño que la palma de su mano y que no siempre lo tiene, es toda una aventura el mirarse en un gran espejo.