—¡Ten cuidado de no terminar loco! dijo Nerzhin, tratando de defenderse, pero una súbita oleada creció dentro suyo ante el pensamiento de Simochka y su promesa para el lunes a la noche. "Líbrate de esa idea" —dijo. "Te va a oscurecer tu cerebro. Un complejo freudiano—. ¿Cómo diablos le dicen? Sublimación es la respuesta. Desvía tu energía hacia otras cosas. Reconcéntrate en filosofía —no necesitarás pan ni agua ni las caricias de una mujer para eso.
(¡Pero el lunes! Lo que los matrimonios felices dan por sentado excita el tormento de la lujuria en un prisionero).
—Mi cerebro ya está nublado. No me dormiré hasta la mañana. Una mujer. ¡Todo el mundo necesita una mujer! Tenerla temblorosa en tus brazos. Y —ah, ¡qué infierno!— Ruska tiró su cigarrillo aún encendido sobre la frazada sin darse cuenta y se volvió bruscamente, se dejó caer sobre su estómago y tiró de la frazada hasta cubrir su cabeza.
Nerzhin logró agarrar el cigarrillo cuando estaba por rodar de la litera hacia Potapov que se hallaba abajo, y lo apagó. ¡Sí! Sólo trascurrirían dos días más, y luego Simochka. En seguida se imaginó en detalle cómo ocurriría todo pasado mañana; luego con un estremecimiento echó de su mente el lacerante y dulce pensamiento que entorpecía su razón. Se inclinó sobre el oído de Ruska.
—Ruska, ¿y tú? ¿Tienes alguna?
—¡Sí, tengo!-susurró Ruska atormentado—, acostándose de espaldas y abrazando su almohada. Resolló dentro de ella, y el calor de la almohada y todo el ardor de su juventud, se tornaban en esterilidad y en marchitarse dentro de la prisión. Todo excitaba al cuerpo joven e inhibido que clamaba por liberarse y no encontraba la salida. Dijo —sí, tengo—, y quería creer que había una mujer, pero lo que había pasado era sólo ilusorio. No había ningún beso, ni siquiera una promesa. Era solamente una mujer que lo había escuchado aquella noche con ojos de conmiseración y admiración mientras le contaba sobre su vida, y en la mirada de esa chica, Ruska se vio por primera vez como un héroe cuya historia era extraordinaria. Aún no había ocurrido nada entre ellos, y al mismo tiempo había ocurrido algo que le daba derecho a decir que "tenía una mujer".
Levantando apenas la frazada, Ruska contestó desde la oscuridad —Shhh... Clara.
—¿Clara? ¿La hija del fiscal?
LA TROIKA DE MENTIROSOS
El jefe de la sección Cero-Uno estaba completando su informe al ministro Abakumov.
Alto, con cabello negro peinado hacia atrás, usando las charreteras de las tres estrellas de un comisario general de segundo grado, Abakumov autoritariamente plantó sus codos sobre su gran escritorio. Era pesado pero no gordo —tenía conciencia de su buena figura y jugaba tenis para conservarla—. Sus ojos eran los de un hombre que no se deja tomar por tonto; revelaban agilidad, suspicacia, y un rápido ingenio. Corregía al jefe de la sección donde fuese necesario y éste último se apresuraba a tomar notas.
La oficina de Abakumov, aunque no enorme, era un cuarto fuera de lo común. Había una chimenea de mármol, dejada desde los tiempos anteriores, que no se usaba y un alto espejo de pared. El cielorraso era alto con una moldura de yeso, una araña, y una pintura de cupidos y ninfas que se perseguían mutuamente. (El ministro había dejado la pintura como estaba, salvo la parte verde, que había sido repintada porque era un color que no toleraba). Había una puerta-balcón, clavada invierno y verano, y grandes ventanales, que no se abrían nunca; daban hacia la plaza. Había relojes: uno de pie con una esfera preciosa, uno fluorescente con una figurilla que tocaba las horas, y un reloj eléctrico de ferrocarril en la pared. Estos relojes mostraban horas diferentes pero Abakumov siempre sabía qué hora era porque tenía, además, dos relojes de oro sobre su persona, un reloj pulsera en su velluda muñeca y un reloj en su bolsillo.
Las oficinas en este edificio crecían de tamaño según el rango de sus ocupantes. Crecían los escritorios. Crecían las mesas para conferencias con sus tapetes de terciopelo. Pero más que todo crecían los retratos del Gran Generalísimo. Al igual que en las oficinas de los jueces de instrucción su retrato lo mostraba mucho más grande que su tamaño natural. Y en la oficina de Abakumov el Más genial Estrategista de Todos los Tiempos y Pueblos estaba retratado sobre una tela de cinco metros de altura, todo el largo desde sus botas hasta su gorra con visera de mariscal, resplandeciente con todas sus órdenes y condecoraciones. (De hecho, él nunca usó estos honores, muchos de los cuales se los había adjudicado él mismo, o los había recibido de presidentes extranjeros y de potentados). Sólo las condecoraciones yugoslavas habían sido cuidadosamente despintadas.
Sin embargo, como para confirmar la insuficiencia de este retrato de cinco metros de altura, y reconocer la necesidad de ser inspirado a cada momento por la vista del Mejor Amigo del Servicio de Contraespionaje, Abakumov también conservaba un retrato de Stalin sobre su escritorio.