—No seas bruto, Valentyne, — dijo Nerzhin, evadiendo la pregunta hoscamente. No podía admitir ante este sacerdote de su propia ciencia que acababa de repudiar las matemáticas.
—Si tiene problemas, — declaró Valentyne— puedo darle un consejo: ponga música bailable. Ha leído la cosa en,... ¡caramba, no me acuerdo el nombre! Ya sabe, el poeta del cigarrillo entre los dientes. No maneja ni siquiera una pala. Llame a otros.
En realidad, ¿qué otra cosa además de música bailable podríamos pedir nosotros?
Luego Valentyne, sin esperar respuesta, pero ya preocupado con un nuevo pensamiento exclamó: —¡Vadka, enchufe el oscilógrafo!
Mientras se aproximaba a su escritorio, Nerzhin notó que Simochka estaba en estado de alerta. Lo miró abiertamente y sus finas cejas se contrajeron.
—¿Dónde está La Barba, Serafina Vitalyevna?
—Antón Nikolayevich lo citó también en el laboratorio Siete —contestó Simochka en alta voz. Y aún más fuerte para que todos pudieran oír, dijo—: Gleb Vikentich, vamos a revisar las nuevas listas de palabras. Todavía tenemos media hora.
Simochka era una de las encargadas de los ejercicios de pronunciación. La pronunciación de todas ellas estaba evaluada con referencia a una norma de claridad.
—¿Dónde puedo revisarlo en medio de todo este ruido?
—¡Uh! vamos adentro de la casilla. — Miró a Nerzhin significativamente, tomó la lista de palabras escritas en tinta china sobre un papel de dibujo, y entró en la casilla.
Nerzhin la siguió. Cerró tras de sí la puerta hueca de setenta centímetros de ancho y la atrancó, luego se escurrió por la segunda puerta chica, la cerró también, y bajó el visillo. Simochka se colgó de su cuello, parada en punta de pies, y lo besó en los labios.
Levantó a esta frágil joven en sus brazos; el espacio era tan restringido que la punta de sus zapatos chocaron contra la pared y se sentó en la única silla, en frente al micrófono de concierto, acomodándola sobre sus rodillas.
—¿Por qué Antón lo mandó a buscar? ¿Pasa algo malo?
—¿El amplificador no está encendido? ¿No estaremos difundiendo por el parlante?
—¿Qué ocurrió de malo?
—¿Por qué piensas que ocurrió algo?
—Lo presentí en seguida cuando llamaron. Y lo veo en su cara.
—¿Cuántas veces te he pedido que no uses ese "usted" formal?
—Pero, ¿si me es difícil no hacerlo?
—Pero, ¿si yo quiero que lo hagas?
—¿Qué es lo que anduvo mal?
—Sintió el calor de su leve cuerpo sobre sus rodillas; su mejilla estaba apoyada contra la de ella. Una sensación muy extraña para un prisionero. ¿Cuántos años hacía que no estaba tan cerca de una mujer?
Simochka era asombrosamente ligera, como si sus huesos estuvieran llenos de aire, como si estuviese hecha de cera. Parecía ridículamente liviana, como un pájaro plumoso.
—Bueno, perdiz... parece que me iré pronto. Se dio vuelta entre sus brazos y oprimió sus pequeñas manos contra las sienes de él dejando caer el chal de sus hombros.
—¿Adonde?
—¿Qué quieres decir con adonde? Venimos de un infierno. Volvemos de dónde vinimos ¡el campo de concentración!
—Mi amor, ¿por qué?
Nerzhin miró atentamente, sin comprender, a los dilatados ojos de esta joven fea cuyo amor se había ganado tan inesperadamente. Ella estaba más conmovida por su destino que él mismo.
—Podría haberme quedado —dijo tristemente—. Pero en otro laboratorio. No hubiéramos estado juntos de cualquier manera.
Con todo su pequeño cuerpo se apretó contra él, lo besó, y le preguntó si la quería.
Estas semanas pasadas después del primer beso ¿por qué había eludido a Simochka? ¿Por qué sentía lástima por su ilusoria felicidad futura? Era poco probable que encontrara alguien que se casara con ella; caería en las manos de alguien. La muchacha vino a tus brazos por sí misma, asiéndose estrechamente a ti con una desenvoltura aterrorizante. ¿Por qué negarse a sí mismo y a ella? Antes de sumergirse dentro del campo de concentración, donde seguramente no habrá oportunidad de esto por muchos años.
Gleb dijo aguadamente: —Sentiré mucho irme así. Me gustaría llevarme conmigo un recuerdo de tú... tú... quiero decir... dejarte con un hijo.
Ella inmediatamente escondió su cara avergonzada y se resistió a sus dedos, que trataban de levantarle la cabeza otra vez.
—Pobrecita mía, por favor no te escondas. Levanta tu cabecita. ¿Por qué no dices algo? ¿No quieres eso?
Levantó su cabeza y desde lo más profundo de su ser dijo: —¡Lo esperaré! ¿Quedan cinco años? Lo esperaré los cinco años. Y cuando lo liberen, ¿volverá a mí?
—Él no le había dicho eso. Ella había distorsionado las cosas, como si él no tuviera esposa. Ella estaba decidida a casarse —la pobre chiquilla de nariz larga.
La esposa de Gleb vivía por allí, en algún lugar de Moscú. En algún lugar de Moscú, pero lo mismo podría haber estado en Marte.