Читаем En el primer cí­rculo полностью

El agitado sermón de Valentulia encontró eco en los corazones de los zeks. Perturbados por el traslado, todos los del laboratorio dejaron de trabajar. Cada vez que ocurrían los traslados provocaban momentos de remembranza, en que todos se decían: "También nos tocara a nosotros". El traslado obligaba a todos ellos, hasta los que no se veían afectados, a reflexionar sobre lo inestable de su destino: toda su existencia estaba a merced del hacha oficial.

Hasta el zek de conducta mas ejemplar sabía que iban a sacarlo de la sharashkaun par de años antes de terminar su sentencia, de modo que todo lo que sabía, estaría anticuado u olvidado.

De todos ellos, solamente los condenados a veinticinco años estaban seguros de quedarse.

Abatidos, los prisioneros rodearon a Nerzhin. Algunos se sentaron en los escritorios y no en sillas, para subrayar la seriedad del Estaban pensativos y melancólicos.

Así como los entierros todos recuerdan lo bueno nada más, ahora recordaban cómo Nérzhin defendía los derechos de todos, los intereses de sus compañeros. Por ejemplo la famosa historia de la harina limpia, cuando había inundado la administración y el Ministerio de Asuntos Internos con sus quejas porque no le daban sus cinco gramos de harina cada día, en persona.

(Según los reglamentos estaban prohibidas, tanto las quejas colectivas, como las quejas en nombre de otros. Aunque se suponía que el prisionero debía retomar la dirección del socialismo, se le prohibía interesarse en la causa común)

En esos días los zeks de la sharashkano comían lo suficiente y la lucha por la ración de harina despertó mucho más interés qué los asuntos internacionales. La fascinante saga terminó con la victoria de

Nerzhín: el "capitán a cargo de los calzoncillos", como lo llamaban entonces —en realidad asistente del oficial encargado de los víveres— fue despedido. Con la harina limpia que cada uno recibió diariamente hacían fideos dos veces por semana. También recordaron la lucha de Nerzhin para ampliar los períodos de ejercicio de los domingos. Eso en cambio, terminó en derrota: si dejaban que los prisioneros se pasearan el domingo, ¿quién iba a trabajar?

Nerzhin apenas escuchaba todos estos epitafios. Para él había llegado el momento de actuar y se sentía lleno de energía. Ahora que había sucedido lo peor, cualquier mejora dependía sólo de él. Entregados a Simschka los materiales sobre articulación, todo lo secreto al ayudante de Roitman, quemados o rotos sus papeles personales, guardados los libros y revistas pertenecientes a la biblioteca, extrajo sus últimas posesiones de los cajones y las entregó a sus amigos.

Ya estaba decidido para quien sería su silla giratoria amarilla, su escritorio alemán, el tintero, el papel importado. El moribundo en persona distribuyó sus legados con una sonrisa alegre, y cada uno de sus herederos le trajo dos o tres paquetes de cigarrillos. Era la costumbre de la sharashka: en este mundo los cigarrillos abundaban; en el otro, eran más valiosos que el pan.

Llego Rubin desde él grupo Secreto Cumbre. Tenía los ojos tristes y con bolsas por debajo.

—Si hubiera querido a Esenin —le dijo Nérzhin— te habría regalado el libro.

—¿Es que lo recuperaste? — se asombró Rubín.

—Pero se que prefieres a Bagristky y no puedo hacer nada.

—No tienes brocha de afeitar —dijo Rubin y sacó del bolsillo una con mango de plástico pulido: en ese lugar, un lujo. —Después de todo, prometí no afeitarme hasta que me exoneren... tómala.

Rubin nunca decía "el día en que me dejen libre", porque eso implicaba el término natural de su sentencia. Decía siempre “el día que me exoneren” y pedía sin cesar una revisión de su caso.

—Gracias viejo, pero tú te has acostumbrado tanto a la sharashka, que te olvidaste de las reglas del campo. ¿Quién me dejaría afeitarme allí? ¿Me ayudas a devolver los libros?

Empezaron a reunir y ordenar libros y revistas. Los otros fueron a lo suyo. Cargados ambos subieron la escalera principal. En el vestíbulo se detuvieron a tomar aliento y arreglar las pilas que se estaban cayendo.

Los ojos de Nerzhin, ardientes de morbosa excitación mientras hacía su preparativos, estaban ahora opacos y letárgicos.

—Escucha amigo —dijo— durante tres años no estuvimos de acuerdo ni una vez, siempre discutiendo y burlándonos uno del otro, pero ahora que te pierdo, quizá para siempre, pienso que tú eres uno de mis más... más...

Su voz se quebró.

Los grandes ojos negros de Rubín, tan a menudo chispeantes de ira estaban ahora llenos de ternura y timidez.

—Todo eso pasó. Ahora un beso, bestia.

Y acercó la cara de Nerzhin a su barba negra de pirata. Un momento después, cuando entraban a la biblioteca, Sologdin los alcanzó. Parecía preocupado. Sin pensar golpeó demasiado la puerta de vidrio y la bibliotecaria lo miró descontenta.

—Bueno, Gleb, ya sucedió: te vas —dijo Sologdin.

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