Y el mayor de Seguridad del Estado cedió al zek condenado a indefenso, a punto de ser enviado a una muerte lenta. En había averiguado con la censura y recibido la sorprendente repuesta de que el libro no estaba formalmente prohibido. ¡Formalmente! Su agudo olfato le decía que se trataba de un descuido y que el debía, sin la menor duda, estar prohibido. Pero ahora tenía que proteger su buen nombre de las acusaciones de este infatigable perseguidor.
—Muy bien —asintió el Mayor—. Se lo devolveré. Pero no lo dejaremos llevárselo consigo.
Nerzhin se dirigió triunfante a la escalera, sosteniendo el libro con su brillante sobrecubierta amarilla: era un símbolo de cuando todo estaba en ruinas.
En el descanso se cruzó con un grupo de prisioneros que hablaban sobre las últimas novedades. Entre ellos estaba Siromaka, perorando, pero a media voz, para que sus palabras no llegaran a las autoridades:
—¿Qué están haciendo, trasladando a gente así: —por qué? ¿Y quien es la rata que delató a Ruska Doronin?
Apretando el libro junto a sí. Nerzhin corrió al Laboratorio de Acústica. Pensaba cómo podría destruir sus notas de historia antes de que el guardia viniera a buscarlo. Los trasladados no debían correr sueltos por la
Nerzhin debía sus últimos instantes de libertad al gran número de zeks trasladados y también, quizás, a la bondad del teniente Primero, siempre lleno de fallas profesionales.
Abrió la puerta del Laboratorio de Acústica. Ante él se abrían a su vez las puertas del armario de acero y, entré ellas, Simochka, vestida otra vez con un feo traje a rayas y un chal gris alrededor de los hombros. Desde la cruel escena de ayer no se habían hablado ni mirado. Más que verlo entrar, ella lo presintió y quedó confusa; no pudo moverse y trató de hacer ver que dudaba qué sacar del armario.
El no pensó ni calculó nada; fue a las puertas de acero y murmuró: —Serafina Vitalievna: después de ayer serial cruel pedirle ayuda. Pero mi trabajo de muchos años va a ser destruido! ¿Debo quemarlo o lo guardara usted?
Ella ya sabía su partida y no se inmutó al oír sus palabras. Pero, en respuesta a su pregunta, alzó los ojos tristes, insomnes, y dijo:
—Démelo.
Alguien se acercaba, y Nerzhin corrió a su escritorio para toparse allí con el Mayor Roitman. Este tenía una expresión apenada; Con una sonrisa forzada le dijo:
—Gleb Vikentich, ¡qué pena, no me han prevenido!... Yo no tenia idea. Y ahora es demasiado tarde para arreglar las cosas.
—Nerzhin miró con fría piedad a esta persona, que hasta ahora había creído sincera.
—Vamos Adán Veniáminovich! Después de todo no es el primer día que estoy aquí. Estas cosas no se hacen sin consultar al jefe del laboratorio —y empezó sin más a limpiar los cajones de su escritorio.
—En la cara de Roitman se leía el dolor:
—Pero créame, Gleb Vikentich,
—Lo dijo en voz alta, frente a todo el personal. No le importó perder categoría ante ellos con tal de no aparecer como un canalla a los ojos del hombre que se iba. El sudor cubrió su frente. Observaba aplastado a Nerzhin.
Era cierto: no le habían pedido su opinión; un golpe más del coronel de ingenieros.
—¿Le entrego mis materiales sobre articulación a Serafina Vitalievna? — Pregunto Nerzhin, indiferente.
Roitman desesperado, no contestó y salió a pasos lentos del cuarto.
—Tome mis materiales de trabajo, Serafina Vitalievna —dijo Nerzhin llevándole sus archivos, papeles abrochados, gráficos, tablas.
—Había puesto sus tres libros de notas en una de las carpetas. Pero una especie de espíritu consejero interior le aconsejó no hacerlo.
Estudió con atención la cara larga, impenetrable de Simochka y de repente pensó ¿será una trampa, una venganza de mujer, la obligación de la teniente MGB?
Aunque sus manos esperaran cálidas, ¿duraría mucho su lealtad virginal? Las flores duran hasta que llega el primer viento; una virgen dura hasta que llega el primer nombre. "Esto es algo que me dejaron querido" —le diría a su esposo.
Se guardó los libritos en el bolsillo y le dio el resto a ella.
La gran biblioteca de Alejandría se quemó. En los monasterios no entregaban las crónicas! las quemaban. Y el hollín de las chimeneas de la Lubianka —hollín de papeles quemados, más y más papeles quemados— caía sobre los zeks que daban su paseo en la cajita de que disponían sobre el techo de la prisión.
Quizás los grandes pensamientos quemados sean más que los publicados. Si lograba sobrevivir, probablemente pudiera reconstruir todo de memoria. Tomó su cajita de fósforos, salió corriendo y se encerró con llave en el baño. Diez minutos después volvió, pálido e indiferente.
Prianchikov había llegado ya al laboratorio.
—¿Cómo es posible una cosa así? Se indignaba.
¿No estamos enojados sino aplastados! ¡Embarcar a prisioneros! Se puede embarcar equipaje, pero, ¿quién tiene derecho a embarcar gente?