Читаем En el primer cí­rculo полностью

Enrejado a ambos lados, impenetrable a quien quisiera ver algo desde la plataforma de la estación, se mueve según horarios comunes, cerrado y sofocante, con su apretada carga y cientos de recuerdos, esperanzas y temores.

¿Adonde los llevan? No se lo dicen. ¿Qué le espera al zek al llegar: una mina de cobre, talar bosques o alguna remota operación agrícola donde a veces puede ser posible cocinar papas y llenarse la barriga de zapallos que come el ganado? ¿Contraerá escorbuto y distrofia en los primeros meses de "trabajos generales", o tendrá la suerte necesaria para que algún conocido le de una mano y conseguir trabajo como ayudante de barraca, ordenanza de hospital o incluso ayudante de encargado de depósito? ¿Podrá recibir y enviar correspondencia, o quedará su familia privada de cartas durante largos años, creyéndolo muerto?

Quizás no llegue a su destino. En un vagón de ganado se puede morir de disentería o de hambre, porque los zeks se arrastran durante seis días sin pan. O el guardia puede golpearlo con un martillo porque alguien trató de huir. O, al final del viaje en un vagón frío, tiran afuera los cadáveres helados como si fueran troncos.

Los trasportes rojos tardan un mes en llegar a Sovetskaia Gavan.

¡Que descansen en paz, Señor, los que no llegaron!

Aunque las autoridades de la sharashkalos tratarían bien el partir, dejándoles hasta conservar sus navajas hasta llegar a la primera prisión, todas esas preguntas oprimían con un peso de eternidad los corazones de los veinte zeks que debían alistarse para partir ese martes por la mañana.

Para ellos la vida semilibre y sin persecuciones de los zeks de sharashkahabía terminado.

¡ADIÓS, SHARASHKA!

Aunque Nerzhin estaba absorbido por los problemas inmediatos de su partida, surgió en él la convicción —más intensa a cada minuto que pasaba— de que al irse debía tratar lo peor posible al Mayor Shikin.

Cuando la campana llamó al trabajo, a pesar de la orden de permanecer en el dormitorio, él y los diecinueve que no debían partir, atravesaron corriendo las puertas de la sharashka. Voló al tercer piso y golpeó a la puerta de Shikin. Le dijeron que pasara.

Shikin estaba sentado en su escritorio, lúgubre y oscuro. Desde ayer se había roto en él. Un pie ya estaba sobre el abismo y empezaba a saber qué significaba no tener en qué apoyarse.

Su odio por aquel muchacho no podía encontrar una salida directa o rápida. Lo más que Shikin podía hacer —y lo menos peligroso para él —era llevar a Doronin de una celda de castigo, a otra; arruinarle la foja y mandarlo de vuelta a Vorkuta. Allí, con los antecedentes que tendría cuando Shikin terminara con él, iría a parar a una brigada de régimen especial y pronto reventaría. El resultado sería el mismo que con un juicio y fusilamiento de por medio. Ahora, al comenzar la mañana, no llamó a Doronin para interrogarlo porque esperaba protestas y dificultades de los hombres marcados para transporte. Y no se equivocaba. Quien entró fue Nerzhin.

Él Mayor Shikin nunca había podido soportar a este zek flaco y desagradable con sus modales rígidos y meticuloso conocimiento de todas las leyes. Hacía mucho que estaba urgiendo a Yakonov para que lo mandara a otro lado, y ahora observó con maliciosa satisfacción la expresión hostil de Nerzhin, suponiendo que venía a exigir razones para su traslado.

Nerzhin tenía el don natural de expresar sus quejas en pocas y apropiadas palabras y en tono ferviente, en el breve segundo que permanecía abierta la ranura para pasar comida en la puerta de la celda, o de escribirlas en el blando papel higiénico que se entregaba en las prisiones para declaraciones escritas. Después de cinco años, de cárcel había perfeccionado el mejor modo de hablar con las autoridades, decidido y firme: el pinchazo indiscutible, en jerga de zeks. Sus palabras eran corteses, pero su tono lejano e irónico; el de una persona mayor conversando con un jovencito. Ninguna objeción era posible.

—Ciudadano Mayor —dijo desde el umbral— he venido a recobrar el libro que me quitaron en forma ilegal. Tengo motivos para suponer que seis semanas son suficientes, considerando el estado de las comunicaciones en Moscú, para averiguar que no es un libro prohibido por la censura.

—¿Libro? — exclamó Shikin porque al principio no se le ocurrió nada más inteligente que decir—. ¿Qué libro? —

—Estoy también seguro —prosiguió Nerzhin— de que usted sabe qué libro hablo: obras escogidas de Sergei Esenin en la “biblioteca de poetas: edición de bolsillo”.

—¿E-se-nin? — exclamó el Mayor casi saltando en su silla, si acabara de recordar que el nombre era escandaloso y chocante.

Su cuero cabelludo, gris y casi pelado, expresaba indignación y repulsión.

—¿Cómo se atreve a preguntar por E-se-nin?

—¿Y por qué no? Fue publicado aquí, en la Unión Soviética.

—Esa no es una razón.

—Además, fue publicado en 1940: en otras palabras, fuera de período prohibido de 1917 a 1938.

—¿Dónde oyó hablar de ese período? — preguntó Shikin, ceñudo.

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