Miró por la ventana y presintió la presencia de la torre de guardia en la oscuridad, coronada por el centinela y su rifle, oscuro símbolo de todo lo que se oponía al amor.
Los pasos firmes y rápidos de Gleb resonaron en el pasillo. Simochka corrió hasta su escritorio, se sentó, dio vuelta un amplificador de tres etapas con las válvulas a la vista y lo estudió, destornillador en mano. El corazón parecía latirle dentro de la cabeza.
Nerzhin cerró la puerta sin ruido, para que en el pasillo no oyeran nada. A través del espacio que había ocupado la instalación de Prianchikov vio desde lejos a Simochka, acurrucada tras el escritorio como una codorniz tras una mata Era el nombre que prefería darle: "pequeña codorniz".
Se le acercó a prisa para decirle lo que tenía que decirle y rematarla de un solo tiro: el golpe de gracia. Ella lo miró con ojos radiantes... para quedar paralizada casi al instante. Su expresión era sombría y lejana.
Hasta que entró, había estado segura de que lo primero que haría era besarla, contra su voluntad: después de todo las ventanas estaban descubiertas y el centinela alerta. Pero no vino corriendo al escritorio sino que fue él quien dijo, triste y severo:
—No hay cortinas; no puedo acercarme más. ¿Cómo estás? — y no se apartó de su propio escritorio, en el que apoyaba las manos, mirándola como un fiscal—: Si nadie viene a molestarnos, tenemos que hablar de algo importante.
Ella dice: —¿hablar? H-a-b-l-a-r...
Abrió el escritorio; las tablas crujieron al ir subiendo. Sin mirarla sacó varios libros, revistas y archivos: el camuflaje que ella conocía tan bien. Sus movimientos eran rápidos y precisos.
Ella no se movió ni abandonó el destornillador, sin dejar de mirarlo a la cara, desprovista de expresión. Decidió que cuando Gleb fue llamado para ver a Yakonov el sábado habría ocurrido algo malo, que lo molestaban o lo trasladarían pronto. Pero si era eso ¿por qué no se acercaba a besarla?
—¿Ha pasado algo? ¿Qué sucede? — le preguntó con voz ahogada.
El se sentó, los codos sobre una revista abierta, la cabeza entre las manos, los dedos extendidos formando un segundo cráneo. La miró, directo y duro.
El silencio era mortal. Ningún ruido les llegaba desde afuera.
Los separaban dos escritorios iluminados por cuatro lámparas grandes y dos chicas, y en línea directa con el centinela curioso de la torre. Su mirada era una cerca de alambre tejido que caía entre los dos.
—Simochka —dijo Gleb— sería terrible que yo no te confesara algo.
—No supe lo que hacía. No pensé.
—Ayer vi... a mi mujer. Tuvimos una entrevista.
—¿Entrevista?
Simochka se hundió en la silla. Se hizo todavía más pequeña. Las alas de mariposa de su vestido— cayeron sin vida sobre el chasis de aluminio del amplificador y preguntó con voz quebrada:
—¿Por qué no me lo dijo usted el sábado?
—¡Qué piensas, Simochka! — Gleb se horrorizo—. ¿Crees de veras que iba a ocultártelo?
(¡Y por qué no! — pensó ella.)
—Lo supe ayer de mañana. Fue algo inesperado. Hacía un año que no nos veíamos... como tú sabes. Pero ahora que nos hemos visto de nuevo... después de nuestro encuentro... —la voz sonaba atormentada: comprendió lo que ella sentía al escucharlo—... yo la quiero sólo a ella, la seguiré queriendo; sabes que en el campo de prisioneros me salvó la vida. Sacrificó toda su juventud por mí. Dijiste que me esperarías, pero es imposible. debo volver con ella. No podría causarle...
Debió callar entonces El disparo contenido en su voz ronca de esfuerzo ya había dado en el blanco. Simochka no lo miraba más. Se desplomó por completo; su cabeza golpeó las válvulas y condensadores del amplificador. El dejó de hablar y escuchó sollozos tan callados como respiraciones.
—¡Por favor, Simochka, no llores, mi pequeña codorniz! — le pidió con ternura, a una distancia de dos escritorios y sin moverse de su lugar.
El llanto de ella casi no se oía; su cabeza caída y la raya del pelo estaban frente a él. Si hubiese tenido que vencer una resistencia, enojo, una acusación, le habría contestado con firmeza, partiendo aliviado. Pero su aire indefenso le atravesó el corazón de remordimientos.
—Mi pequeña codorniz —murmuró inclinándose—. No llores, por favor, por favor Es culpa mía, te hice mucho daño, ¿pero qué podía hacer? ¿Qué puedo hacer?
Él también estaba a punto de llorar al ver las lágrimas de la que abandonaba para que sufriera sola. Pero la posibilidad de hacer llorar así a Nadia le resultaba del todo inconcebible.
Tenía los labios y las manos después de la cita de ayer y no podía ni siquiera pensar en aproximarse a Simochka, en tomarla en sus brazos, en besarla. ¡Por suerte habían sacado las cortinas! Siguió pidiéndole que no llorara, pero ella también siguió llorando.
Por fin dejó de intentar calmarla y encendió un cigarrillo: el último recurso de un hombre en situación intolerablemente estúpida. En su interior se impuso la agradable convicción de que nada de esto importaba de veras; todo pasaría.