Todas las leyes de la cruel tierra de los zeks le decían a Gerasimovich que sería tan extraño sentir lástima con los prósperos, trabajadores, miopes, y no castigados, libres, como negarse a matar un cerdo para convertirlo en tocino. Los que estaban libres carecían del alma inmortal ganada por los prisioneros en su interminable cárcel. Usaban con estupidez, con mezquindad la libertad que se les concedía. Se ensuciaban con intrigas menudas, con actos viles.
Natasha era la única compañera de toda su vida, y esperaba que terminara su segunda sentencia. Estaba a punto de extinguirse y cuando la vida de ella se apagara la suya también terminaría.
—¿Mis razones? ¿Por qué me pregunta eso? No puedo hacerlo. No sería capaz de ocuparme del asunto —contestó a media voz, casi inaudible.
Yakonov, indiferente hasta ese momento, miró ahora a Gerasimovich con curiosidad. Otro caso a punto de volverse loco, sin duda. Pero también ahora debía prevalecer la ley universal: "lo más cerca de tu cuerpo es tu camisa".
—Se ha desacostumbrado del trabajo importante y por eso se siente tímido —trató de persuadirlo Oskolupov—. ¿Quién más podría hacerlo? Muy bien le daré tiempo para pensarlo.
Gerasimovich no contestó y apretó su manecilla contra la frente.
—Aunque no sé qué tiene qué pensar. Es su especialidad.
Podría haber seguido callado. Podría haberlos engañado. Podría haber aceptado y luego fallar, según la regla de los prisioneros. Pero se puso de pie. Miró con desprecio al patán gordo, de doble papada, estúpido, que llevaba el gorro de astrakán de un general.
—¡No, no es mi especialidad!.-dijo con voz clara y aguda—. ¡Mandar gente a la cárcel no es mi especialidad! ¡Yo no armo trampas para seres humanos! Basta con que nos hayan puesto presos a
EN LA FUENTE DE LA CIENCIA
Por la mañana Rubín seguía obsesionado por la disputa con Sologdin. Se le ocurrían nuevos argumentos que no había empleado la noche anterior. Pero al trascurrir el día tuvo la suerte de poder sumergirse en su magna tarea y la controversia se borró de su mente.
Estaba trabajando en el tercer piso, en el tranquilo cuartito, supersecreto, provisto de pesadas cortinas en puerta y ventana, un viejo sofá y una gastada alfombra, todo hecho con materiales que absorbían los sonidos, aunque de todos modos casi no había ruidos. Rubín escuchaba las cintas magnetofónicas con los audífonos puestos, y Smolosidov no había hablado en todo el día, su cara grosera y picada de viruelas vuelta hosca hacia éste, tal como si se tratara de un enemigo y no de un camarada dedicado al mismo trabajo. A su vez, Rubin no prestaba atención a Smolosidov, excepto como a una máquina que servía para cambiar los cartuchos del grabador.
Por los audífonos Rubin escuchó una y otra vez la fatídica conversación, y luego las cinco muestras de voces de sospechosos, compiladas para él. A veces confiaba en sus oídos; otras, no les tenía fe y consultaba las líneas violetas de las huellas vocales. Los metros de papel excedían hasta la longitud del vasto escritorio y caían al suelo en tiras blancas, a izquierda y derecha. De vez en cuando tomaba su álbum de muestras de voces, algunas clasificadas por sonidos-fonemas— otras por "tono básico" de diversas voces masculinas. Con un lápiz rojo y azul, ya gastado en ambos extremos —le costaba decidirse a sacar punta a los lápices—, fue marcando en los trazados los puntos que le llamaban la atención.
Rubin estaba absorto en su trabajo. Sus ojos pardos y oscuros parecían de fuego. Su barba negra, larga y descuidada caía en mechones revueltos, y la ceniza gris de su pipa y cigarrillos yacía por doquier, incluso en las mangas de su guardapolvo manchado, con botones de menos, en la mesa, en los trazados de voces, en el álbum y en el sillón.
Estaba en pleno vuelo del alma, misterioso y nunca explicado por los fisiólogos. Olvidando su hígado, sus dolores de hipertenso, sintiéndose bien a pesar de la terrible noche pasada, sin hambre aunque desde anoche no había comido más que unas masitas en la fiesta de cumpleaños, sé remontaba muy alto en alas del espíritu y su aguda visión distinguía cada grano de arena, su memoria podía rescatar todo lo que había acumulado en ella.
Ni una vez preguntó la hora. Al llegar quiso abrir la ventana para compensar la falta de aire puro sufrida antes, pero Smolosidov objetó, ceñudo:
—No; estoy resfriado.