—¿Gerasimovich? Vamos a ver, ¿cuándo vino de Stresnevka? Creo que en octubre. Bueno, desde entonces armó el televisor del camarada Stalin.
—Llámalo aquí.
Yakonov telefoneó.
Stresnevka era otra de las
Las ideas revolucionarias de las autoridades (y por definición todas sus ideas lo eran) sé aplicaban ahora a otros dispositivos.
El oficial de guardia asomó la cabeza en la puerta.
—El prisionero Gerasimovich.
—Que pase —dijo Yakonov, sentado en una sillita bastante alejada de su escritorio, con su corpachón desbordando a ambos lados. Entró Gerasimovich arreglándose los lentes y tropezando en la alfombra. Comparado con los dos gordos jefes, parecían muy estrechos sus hombros y muy pequeña su estatura.
—¿Me hizo llamar? — preguntó con sequedad mientras avanzaba, la vista fija en la pared entre Oskolupov y Yakonov...
—Aja —replicó Oskolupov—. Siéntese. Gerasimovich obedeció. Ocupaba media silla.
—Usted... este... —trató de recordar Oskolupov—. Usted es especialista en óptica, ¿no? No sabe de oídos, sino de ojos, ¿verdad?
—Sí.
—Y este... —Oskolupov parecía limpiarse los dientes con la lengua—. Goza de buena opinión, ¿no? Calló y con un ojo entrecerrado clavó el otro en el prisionero.
—¿Conoce los últimos trabajos de Bobier?
—Oí hablar de eso.
—Aja. ¿Y sabe que recomendamos que lo dejen libre antes de tiempo?
—No lo sabía.
—Ahora lo sabe; ¿cuánto le queda a usted?
—Tres años.
—¡Ah, cuánto tiempo! — dijo Oskolupov como sorprendido, como si todas las sentencias de sus prisioneros se contasen por meses—. ¡Ah, cuánto tiempo!
(Poco antes, tratando de animar a un recién llegado, había dicho: "¿Diez años? ¡Qué tontería! A otros les tocan veinticinco"). Ahora prosiguió:
—¿No le parecería mal salir también usted antes de tiempo, eh?
—Era extraña la coincidencia entre la pregunta y el pedido de Natasha, ayer.
Tratando de dominarse para cumplir con su propósito de no mostrar buen humor ni hacer concesiones al hablar con los jefes, Gerasimovich sonrió con ironía.
—¿Cómo podría ser eso? No regalan libertad condicional por aquí. Oskolupov se movió en su sillón.
—¡Ja, ja! Claro que no lo conseguirá armando televisores, pero dentro de unos días lo voy a pasar a Stresnevka y lo pondré al frente de un proyecto. Si puede terminarlo en seis meses, estará en su casa para el otoño.
—¿Puedo preguntar de qué trabajo se trata?
—Bueno, trabajo no falta. Le diré con franqueza: el asunto viene derecho del mismo Beria. Hay una idea, por ejemplo: poner micrófonos en los bancos de las plazas y parques. Allá la gente habla sin desconfianza y uno podría enterarse de muchas cosas. Pero supongo que no es esa su especialidad...
—No, no es mi especialidad.
—Bueno, ya verá que también hay algo para usted. Hay dos proyectos: uno bastante importante y el otro urgente. Y los dos son de su especialidad. ¿No es cierto, Antón Nikolaievitch? — Yakonov asintió con la cabeza—. Uno de ellos es una cámara que pueda usarse de noche. Funciona con esos... ¿cómo se llaman?... rayos ultrarrojos. Uno toma una foto de alguien de noche, en la calle, ve con quién está y el otro no sé entera en toda su vida. En el extranjero ya hay versiones primitivas del asunto, y no hace falta más que imitarlas con espíritu creativo. La cámara tiene que ser fácil de manejar. Nuestros agentes no son tan vivos como usted. Y la segunda cosa: estoy seguro que para que usted resuelva eso, será tan fácil como escupir, pero nos hace mucha falta. Una simple cámara, pero tan pequeña que se pueda instalar en el marco de. una puerta, y cuando ésta se abra, tome una foto automática de cualquiera que la atraviese, por lo menos de día o con luces encendidas. No se preocupe de que funcione en la oscuridad. Queremos fabricar un aparato así en serie. Bueno, ¿qué le parece? ¿Quiere hacerlo?
Gerasimovich había vuelto su cara delgada y seca hacia las ventanas y no miraba al teniente general.
En el vocabulario de Oskolupov no existía la palabra "luctuoso", y por eso no pudo identificar la expresión del rostro de Gerasimovich, ni le preocupó poder hacerlo o no. Esperaba una respuesta y nada más.
Aquí estaba la respuesta al ruego de Natasha.
Gerasimovich vio su cara arrugada, sus lágrimas heladas y vidriosas.
Por primera vez en muchos años la posibilidad real, la inminencia, la calidez de un retorno a su hogar se agitaron en su corazón.
Bastaba con hacer lo mismo que Bobier: arreglárselas para que unos centenares de personas confiadas y estúpidas quedaran entre rejas, en lugar suyo.
—¿Y no podría seguir... con la televisión? — preguntó vacilante y
dificultosamente.
—¿Rehúsa? — preguntó Oskolupov, indignado y ceñudo. La cólera era una expresión que le resultaba fácil—. ¿Y por qué?