Pero Arthur podía hablar de otras cosas además de mujeres.
Los Siromakhas habían sido una familia noble aunque pobre. A principios de siglo uno de los Siromakha había sido compositor; otro, enviado a trabajos forzados por una acusación criminal, mientras que un tercero abrazó francamente la Revolución y sirvió en la Checa.
Cuando Arthur llegó a su mayoría de edad, sus inclinaciones y exigencias no dejaron dudas de que necesitaba disponer de recursos propios permanentes. No había sido hecha para él la vida sencilla, sucia, ni sudar el día entero de la mañana a la noche, ni contar con cuidado dos veces por mes cuánto queda del sueldo después de pagar impuestos y préstamos. Cuando iba al cinematógrafo, seriamente se medía con todos los artistas más famosos del cine y se imaginaba huyendo a la Argentina con Diana Durbin.
Por supuesto, ninguna carrera, ya fuera en un instituto o en otra rama de la enseñanza lo conduciría a tamaña vida. Arthur buscó en la otra área del servicio de gobierno, un empleo con posibilidades de correr de aquí para allá, y este trabajo lo buscaba a él; así se encontraron y aun cuando el empleo no le daba los fondos que hubiera deseado, lo salvó del servicio militar durante la guerra; es decir, le salvó la vida. Mientras los tontos estaban pudriéndose en las trincheras llenas de barro, Arthur, con sus lisas mejillas color crema en la cara alargada entraba desenvueltamente al restaurante Savoy. (¡Oh...! ese momento en que se entraba al restaurante y lo envolvía a uno el aire tibio saturado con los aromas de la cocina y la música, y se veía la sala brillante, y la sala podía verlo a uno... ¡y uno podía elegir su mesa...!) ¡Todo en el interior de Arthur le decía que estaba en la buena senda! Se indignaba cuando la gente consideraba que su ocupación era vil. Sólo podía deberse a falta de comprensión y envidia. Su rama de servicio necesitaba personas bien dotadas. Se requería poder de observación, memoria, recursos, un talento para simular, actuar... había que ser artista. Y también tenía que mantenerse en secreto. No podía existir sin secreto... por razones técnicas, lo mismo que un soldador necesita una máscara protectora cuando trabaja. De otra manera, Arthur jamás hubiera ocultado lo que hacía para ganarse la vida... no había nada vergonzoso en ello.
Cierta vez, no habiendo podido mantenerse en los límites de su presupuesto, Arthur se enredó con un grupo tentado por la propiedad estatal. Lo atraparon y lo encarcelaron. Pero de ninguna manera se sentía ofendido. Sólo se culpaba a sí mismo; nunca debió dejarse atrapar. Desde los primeros días, detrás de las alambradas de púa, sintió con toda naturalidad que estaba ejerciendo su anterior profesión, y que el tiempo de su condena era una nueva fase de ella.
Los oficiales de seguridad no lo abandonaron; no lo enviaron al norte, a los bosques, ni a las minas, sino que fue asignado a una sección cultural-educacional. Éste era el único punto luminoso en el campo, el único rincón a donde los prisioneros podían acudir durante media hora antes que se apagaran los luces y sentirse humanos otra vez... hojear un diario, tomar una guitarra entre las manos, recordar poemas o sus propias vidas tan irreales... "Aneto Pamidorovich", como llamaban los ladrones a los intelectuales incorregibles, se congregaban allí, y Arthur se sentía muy a gusto, con su alma artística, sus ojos comprensivos, sus recuerdos de la capital, y su capacidad de hablar en forma ligera y natural de cualquier tema.
Arthur elaboró sus casos con rapidez contra algunos individuos
Cuando llegó á Mavrino, Arthur no descuidó sus probadas y verdaderas actividades. Se convirtió en el favorito de los dos Mayores "policías", y en el informante más temido de la