Por fortuna, había, logrado permanecer en silencio, y la conversación pasó de los militares japoneses a las apreciaciones sobre las distintas clases de cigarros, de los cuales Slovuta no entendía absolutamente nada. De hecho, casi se ahoga a causa de una pitada poco hábil. Luego de los cigarros, el tema viró nuevamente, esta vez hacia los fiscales. No sólo su trabajo no disminuye con el paso de los años, sino que, a pesar de haber más fiscales, su carga se torna más y más pesada.
—¿Y qué es lo que dicen las estadísticas de crímenes? — preguntó Radovich aparentemente apacible, encerrado en la armadura de su piel apergaminada.
Las estadísticas no decían absolutamente nada. Mudas e invisibles, nadie tenía pruebas concluyentes de su existencia.
Pero Slovuta contestó: —Las estadísticas demuestran que el número de crímenes ha bajado.
No había leído las estadísticas mismas, sino lo que sobre ellas había dicho una revista.
Y agregó en el mismo tono de sinceridad: —A pesar de lo cual todavía hay muchos crímenes. Es una herencia del antiguo régimen. La gente está muy depravada por causa de la ideología burguesa.
Las tres cuartas partes de los que comparecían ante los tribunales hoy en día, habían crecido después de 1917, pero el hecho pasó inadvertido para Slovuta. No había nada de eso en las revistas que él leía.
Makarygin asintió con la cabeza; estaba persuadido de ello.
—Cuando Vladimir Illich nos dijo que la revolución cultural iba a ser mucho más difícil que la Revolución de Octubre, nunca nos pudimos llegar a imaginar lo que nos quiso decir. — Sólo ahora comprendemos lo visionario que era.
Makarygin tenía una frente deprimida en sesgo, enmarcada por un par de orejas prominentes.
Pitando todos juntos, llenaron el estudio de humo.
El estudio de Makarygin estaba amueblado con variados y diversos objetos. Estaban la mesa de escribir, una valiosa antigüedad, sostenida por ocho columnas anchas y redondas y el recado de escribir, del más moderno estilo con una reproducción de cuarenta y cinco centímetros de alto de la Torre Spasskaya con el reloj del Kremlin y una Estrella Roja. En los dos macizos tinteros, (que tenían la forma de las torrecillas del Kremlin) no había tinta.
Hacía ya mucho tiempo que el licenciado en ciencias jurídicas Makarygin no escribía en su casa; el tiempo que permanecía en su oficina le alcanzaba para todo y los tinteros, de todos modos, resultaban inútiles, ya que escribía sus cartas con una lapicera fuente. Detrás de los cristales de la biblioteca traída de Riga estaban colocadas obras de derecho, debidamente clasificadas y algunos volúmenes encuadernados de la revista "Estado Soviético y Derecho". También estaba la vieja "Gran Enciclopedia Soviética" (que todavía incluía a enemigos del pueblo) y la edición reducida, la "Enciclopedia Breve" (que también contenía errores y enemigos del pueblo).
Makarygin no consultaba ninguno de estos libros desde hacía mucho tiempo, ni siquiera el anticuado pero todavía válido Código Penal de 1926. Todos habían sido tan eficientemente reemplazados por una serie de instrucciones más o menos secretas, que se conocían por número, 083 ó 005 barra 2742. Estas instrucciones, la quinta esencia de la sabiduría en materia de procedimientos jurídicos, estaban ordenadas en un pequeño archivo que Makarygin guardaba celosamente en su oficina. Los libros que había en su gabinete de trabajo no estaban allí para ser leídos, sino para impresionar favorablemente a los visitantes. Los libros que el fiscal realmente leía, de noche, en el tren o durante las vacaciones, estaban escondidos en un armario y bajo llave. Eran novelas de detectives.
Sobre el escritorio de Makarygin colgaba un gran cuadro de Stalin, con su uniforme de Generalísimo. Un pequeño busto de Lenín descansaba sobre una repisa.
Slovuta, con su gran abdomen, y su cuello grueso que rebasaba los límites del cuello del uniforme, paseó una mirada aprobatoria por el salón.
—¡Vives bien, Makarygin! El mayor de tus yernos ha recibido, el Premio "Stalin" dos veces, si no me equivoco.
—Dos veces, — repitió el fiscal con satisfacción.
—¿Y el menor, es consejero de primer rango?
—Segundo, todavía.
—No te preocupes, es un chico inteligente, y cuando te quieras acordar, ¡será embajador! ¿Y con quién piensas casar a la menor?
—¿La menor? He tratado de hacerlo varias veces, Slovuta, pero es una chica terca y no quiere ni oír hablar del matrimonio. En mi opinión, ya ha esperado demasiado.
—¿Eso quiere decir que es una intelectual? "¿Anda buscando un ingeniero?
Cuando Slovuta se reía, toda su adiposidad se conmocionaba al ritmo de la risa.
—¿Un ingeniero? ¿Con sólo ochocientos rublos por mes? Más bien, cásala con uno de la Cheka, eso es, uno de la Cheka, ¡una inversión segura!
—Bueno, Makarygin, gracias por acordarse de mí, pero debo ponerme en marcha. No debes detenerme, sabes, porqué tengo gente esperando y ya van a ser las once. Que sigas con buena salud, Profesor, no te vayas a descomponer.
—Adiós, Camarada general.