—Bueno, ¿qué quieres que te diga? Puedes imaginártelo tú mismo. Un alto nivel de orientación ideológica. Principios elevados. Profunda lealtad a la causa. Profunda devoción personal hacia Iosif Vissarionovich. Obediencia al pie de la letra a las instrucciones de Moscú. Algunos, dominan los idiomas extranjeros; otros, no tanto. Y algunos, bueno, unos pocos, tienen una gran afición a los placeres de la carne. Porque, como dicen, vivimos una sola vez. Pero eso ya ha dejado de ser típico.
EL REACCIONARIO
Radovich era un perdedor confirmado, ya cabal. Sus cátedras habían sido abolidas por los años treinta; ni uno solo de sus libros se había publicado; y por sobre todo eso, era víctima de numerosas dolencias. Tenía todavía el trozo de una granada de Kolchak incrustada en el pecho. Una úlcera del duodeno le aquejaba desde hacía quince años, Y durante varios años tuvo que someterse diariamente a una dolorosa operación matinal, sin la cual no podía alimentarse ni vivir, que consistía en irrigar su estómago a través del esófago.
Pero el destino, que sabe administrar con equidad reveses y favores, protegía a Radovich por intermedio de sus mismos males. Aunque era una figura conocida dentro de los círculos del Comintern, Radovich permaneció intacto a través de los años más críticos, por la razón de que nunca asomó fuera del hospital. En una oportunidad, hacía sólo un año, cuando todos los servios que quedaban en la Unión Soviética fueron tomados presos o bien obligados a tomar parte en el movimiento contra Tito, Radovich, fuera de la circulación por razones de salud, fue pasado por alto una vez más.
Como comprendía lo equívoco de su situación, Radovich hacía grandes esfuerzos para contenerse, no permitiéndose hablar, ni dejarse arrastrar por el fanatismo durante una discusión; en una palabra, hacía lo que podía para llevar la vida aburrida de un inválido.
Se estaba conteniendo ahora también, ayudado en esto por la mesa de les tabacos. Era una mesa ovalada de ébano, labrada, que ocupaba un lugar prominente en el estudio. Largas fundas para llenar con tabaco, un pequeño dispositivo que servía para ello, una colección de pipas colgadas de sus respectivas perchas y un enorme cenicero de madreperla, se hallaban sobre ella. A su lado, un pequeño armario de abedul procedente de Karelia (parecía un botiquín) con muchos cajones, cada uno de los cuales contenía un tipo especial de cigarrillo; o de cigarro, o de tabaco para pipa, hasta de rapé. Ambas, la mesa y el armario, componían lo que Makarygin llamaba "el altar del tabaco".
Mientras escuchaba silencioso el discurso de Slovuta sobre el armamento bacteriológico, completado con sus juicios sobre los atroces crímenes perpetrados contra la humanidad por los oficiales japoneses (basados en el estudio del material oficial recogido durante la investigación anterior al juicio), Radovich revisaba y olía voluptuosamente el contenido de los cajones de tabaco, sin saber por cuál decidirse. Fumar, para él, era un suicidio. Todos los médicos se lo habían prohibido categóricamente. Pero como también le habían prohibido comer y beber y, de hecho, no comió casi nada durante la comida, sus sentidos del gusto y del olfato se le habían hecho particularmente sensibles para percibir las bondades de las distintas clases de tabaco. La vida sin fumar le parecía totalmente vulgar. Para todas las órdenes profesionales que iban en contra de su diversión favorita, tenía una única contestación:
En realidad, aun en el caso de que Radovich se hubiese dejado llevar por su natural vehemencia, no tenía nada tan terrible que decir. Era marxista, carne de su carne y sangre de su sangre y ostentaba puntos de vista ortodoxos respecto a todos los demás. Pues bien; los que rodeaban a Stalin eran más violentamente alérgicos a pequeñas diferencias de tono y sombra que a los contrastes completos de color y, por esto, Radovich podía ser inmediatamente liquidado a causa de las leves desviaciones que lo diferenciaban ideológicamente de los demás.