La semana anterior Galakhov había empezado a pensar en escribir algo sobre las maquinaciones de los imperialistas y la lucha constante de los diplomáticos del Soviet por la paz. No lo concibió como una novela esta vez, sino más bien como una obra de teatro; en esa forma, podía obviar muchas cosas que ignoraba, como los detalles del interior de los edificios y las indumentarias. Así que se apresuró a aprovechar esta entrevista con su concuñado, que le daba la oportunidad de conocer los rasgos típicos del diplomático soviético y detalles característicos de la vida en Occidente. Se suponía que la acción tenía lugar en Occidente, pero Galakhov había estado allí muy poco tiempo, en ocasión de uno de los congresos progresistas. Se daba cuenta que no era una idea del todo lógica, el escribir sobre una forma de vida que no conocía. Pero estos últimos años le había parecido que la vida en el extranjero o la historia antigua y hasta las fantasías sobre los habitantes de la luna, le serían más fáciles de escribir que los cuentos extraídos de la vida, real circundante, donde cada tema venía acompañado por sus propios riesgos.
Conversaban, inclinando las cabezas por encima de la mesa. La sirvienta entrechocaba ruidosamente los platos al levantarlos; se oía la música del cuarto de al lado; del otro resonaba la televisión murmurando en un tono metálico.
—Es uno de los privilegios de un escritor el hacer preguntas, — reconoció Innokenty, mientras sus ojos continuaban brillando como cuando defendía a Epicuro.
—Puede que sea su desgracia, — retrucó Galakhov.
Su lápiz chato de marfil blanco yacía listo sobre el mantel.
—En todo caso, los escritores me hacen recordar a los investigadores que nunca se toman vacaciones, que nunca descansan: en los trenes, en la mesa de té, en un negocio, o en la cama, están siempre investigando crímenes, reales o imaginarios.
—En otras palabras, nos recuerdan que tenemos conciencia.
—Pero no son los crímenes del hombre lo que investigamos, sino su valor, sus cualidades.
—Y en eso vuestro trabajo es justamente el opuesto al que realiza la conciencia. Bueno, supongo que quieres escribir un libro sobre diplomáticos.
Galakhov sonrió. Era una sonrisa bien de hombre, que estaba de acuerdo con sus rasgos grandes, tan distintos a las formas delicadas y finas de su concuñado.
—Lo que uno quiere, Innokenty, y lo que no quiere no se decide de un modo tan simple como aparece en los reportajes de Año Nuevo. Uno trata de juntar material con tiempo; no se puede recurrir a cualquier diplomático. Tengo la suerte de que seas pariente.
—Tienes razón. Un diplomático que no te conociera te contaría toda suerte de mentiras. Después de todo, tenemos bastante que ocultar. Por un instante sus miradas se encontraron.
—Entiendo. Pero no necesito saber esa parte de sus actividades. Para mí, eso...
—¡Ah! Así que más bien te interesa la vida en las embajadas, el trabajo cotidiano, las recepciones, las presentaciones de credenciales.
—¡No, quiero algo más profundo! Cómo ese trabajo afecta el alma de un diplomático del Soviet.
—¡Ah! ¡Su alma! Bueno, sí, ya sé. Ya veo. Y antes de que te vayas, te contaré todo. Pero primero me gustaría que me dijeras algo. ¿Por qué has abandonado el tema de la guerra? ¿Lo has agotado?
Galakhov sacudió la cabeza. — Es imposible agotarlo. Tuvieron suerte con esta guerra: choques, tragedias; sino ¿de, dónde las hubieran sacado?
Innokenty lo miró alegremente.
La fisonomía del escritor se oscureció. Y dijo con un suspiro: —El tema de la guerra está grabado en mi corazón.
—Bueno, has hecho obras maestras sobre ese tema.
—Y es eterno para mí. Volveré a él hasta que me muera.
—¿A lo mejor no debieras?, — preguntó Innokenty, muy suavemente, con mucho cuidado.
—¡Tengo que hacerlo!, — dijo Galakhov con convencimiento—. La guerra anima el corazón del hombre.
—¿Su corazón? — Sí. — Innokenty asintió en seguida, pero mira lo que ha sucedido con la literatura sobre asuntos de guerra y el frente bélico. Los temas más elevados que trata son, cómo tomar posiciones de batalla, cómo dirigir el fuego para que resulte más mortífero; "No olvidaremos, no perdonaremos"; la orden del comandante es ley. Pero eso está todo dicho en los estatutos militares de un modo, más claro y efectivo que en la literatura. Y, por supuesto, has mostrado también lo penoso que resulta a los pobres jefes militares la lectura de sus mapas.
Galakhov frunció nuevamente el ceño.