Sus alegres amistades, junto a quienes hasta ese momento se había sentido tan cómodo, de repente comenzaron a gustarle cada vez menos. Uno parecía algo tonto; el otro, algo grosero; el tercero, demasiado pagado de sí mismo.
No sólo se había sentido apartado de sí mismo, sino también de su rubia Dotty, — como hacía tiempo llamaba a Dotnara, a la manera europea— su propia mujer con la que hasta entonces había sido tan unido y de la cual se sentía ahora distanciado y alejado.
A veces sus opiniones le parecían demasiado incisivas. O su voz sonaba demasiado segura. En más de una oportunidad, encontró fallas en su comportamiento, mientras que ella parecía convencerse más y más de que tenía razón en todo.
La vida elegante empezó a resultarle opresiva, pero Dotty no quería ni oír hablar de un cambio. Peor aún; ella, que solía abandonar cada cosa nueva por la próxima, de repente se sintió apegada a todas las cosas que tenían en sus departamentos para siempre. Llevaba ya dos años mandando a Moscú enormes bultos desde París; Innokenty lo encontraba espantoso. Y además, ¿es que siempre había comido de esa forma, masticando así, chasqueando, especialmente al comer fruta?
Pero, en la realidad, el problema era, no un cambio en sus amigos ni en su mujer, pero sí en el propio Innokenty: le faltaba algo y no sabía qué.
Innokenty hacía mucho tiempo que estaba conceptuado como un epicúreo. Así le habían dicho y había aceptado la denominación gustoso, aunque, en realidad, no sabía bien lo que quería decir. Hasta que un día, aburrido en su casa de Moscú, se le ocurrió echarle un vistazo al trabajo del maestro y descubrir que era exactamente lo que había enseñado. Empezó revisando los armarios donde su madre había guardado los libros. En uno de los tres esperaba encontrar un libro sobre Epicuro; tenía un vago recuerdo de haberlo visto allí, cuando era pequeño.
Comenzó la búsqueda con movimientos toscos y difíciles, como si estuviera trasladando pesados objetos de un lado a otro. El aire estaba lleno de polvo. Él no estaba acostumbrado a este tipo de trabajo, y pronto se encontró muy cansado. Sin embargo, proseguía y parecía que una brisa renovadora saliera de las profundidades de los viejos estantes, con su típico olor a moho. Efectivamente, encontró el libro sobre Epicuro, entre otras cosas, y más tarde se puso a leerlo. Pero su gran descubrimiento fueron las cartas de su madre. Nunca la había comprendido y sólo había sido apegado a ella en su niñez. Había aceptado su muerte con indiferencia, y no había vuelto de Beirut para su funeral.
Desde su temprana niñez la imagen de su padre había estado mezclada con largas trompetas de plata que apuntaban al esculpido cielorraso, y el grito de "¡Alzaos en llamas, oh, noches azules!" Innokenty no se acordaba de la persona de su padre. Había muerto en 1921, en el distrito de Tambov. Pero a todo el mundo le encantaba hablarle de su padre, el célebre héroe de la Guerra Civil, líder de los marineros. A fuerza de escuchar esos cánticos de alabanza en todas partes, Innokenty se había acostumbrado a sentirse orgulloso de su padre y de su lucha a favor del pueblo, contra quienes vivían rodeados de lujo. Al mismo tiempo, era casi condescendiente con su madre, siempre enferma, siempre sufriendo por algo, siempre lamentándose por algo, siempre rodeada de sus libros y sus botellas de agua caliente. Como la mayoría de sus hijos, no podía concebir a su madre como un ente aparte, independiente de él, de su niñez, de sus necesidades; o que su enfermedad era real, o que había muerto a los cuarenta y siete años de edad.
Sus padres rara vez habían vivido juntos. Pero a Innokenty esto nunca le había preocupado y nunca pensó en preguntárselo a su madre.
Y ahora todo estaba abierto delante de él, en las cartas y el diario de su madre. Su matrimonio se había parecido mucho al paso de un huracán, como todo en aquellos días. Circunstancias repentinas los habían unido, y otras circunstancias les habían impedido verse seguido y fueron las circunstancias las que finalmente los habían separado. A través de ese diario, su madre resultó ser más que un mero complemento de su padre, sino todo un mundo aparte. Innokenty supo que su madre había amado siempre a otro hombre, pero nunca había podido unirse a él.