Читаем En el primer cí­rculo полностью

“Sólo en el nicho, olvidado, el pequeño Buda de bronce sonreía misteriosamente".

SÓLO TENÉIS UNA CONCIENCIA

En el mismo momento en que se estaba contando este cuento, en otra parte de Moscú, Shchagov les estaba sacando brillo a sus botas, algo viejas pero que todavía conservaban su forma. Luego se puso el uniforme de gala, recién planchado, sus condecoraciones, bien limpias atornilladas, y sus galones otorgados por sus heridas y partió rumbo al otro extremo de la ciudad. Se lo había invitado por medio de Alexei Lanski, con quien había trabado amistad en el frente, a una fiesta en lo del fiscal Makarygin, cerca de los portones de Kaluga. (Por desgracia para Shchagov, la indumentaria militar catastróficamente estaba pasando de moda en Moscú y pronto se vería en la obligación de tomar parte en la incesante puja por trajes y zapatos).

La fiesta era para la gente joven y para la familia Makarygin en general, celebrando la segunda Orden de Lenín que le había sido otorgada al fiscal. Para el caso, los jóvenes que asistirían no eran muy allegados a la familia y nada les importaban las distinciones, con que se honrara al fiscal. Pero papá había sido generoso en cuanto a gastos, y esa sola razón bastaba para asistir a una fiesta. También iba a estar allí Lisa, la chica con quien Shchagov le había dicho a Nadya que se había comprometido, aunque todavía nada estaba decidido y menos publicado oficialmente. Era por Lisa que Shchagov le había pedido a Lanski que le consiguiera una invitación.

Ahora, con unas cuantas frases de iniciación preparadas de antemano, subía la misma escalinata en la que Clara continuaba viendo cómo la mujer fregaba los escalones; subió al mismo departamento donde el hombre cuya mujer estuvo a punto de seducir hacía poco, se había arrastrado de rodillas para colocar las planchas del "parquet", cuatro años más tarde.

Los edificios también tienen su historia.

Shchagov tocó el timbre, y Clara le abrió la puerta. No se conocían, pero ambos adivinaron quién era el otro.

Clara tenía un vestido de crepé de lana, verde mate, recogido en la cintura, de donde arrancaba una pollera larga. Una franja de brillantes bordados verde claro rodeaba el escote, le cruzaba el pecho y terminaba en los paños a modo de pulseras.

Ya había un buen número de sacos de piel colgados en el vestíbulo pequeño y angosto. Antes de que Clara pudiera invitarlo a sacarse el saco, sonó el teléfono. Ella levantó el tubo y empezó a hablar, al tiempo que indicaba con gestos a Shchagov que se quitara el sobretodo.

—¿"Ink"? ¡Hola! ¿qué? ¿Todavía no has salido? ¡Ven inmediatamente! "Ink", ¿qué es eso de que no te sientes con ganas? ¡Papá se va a ofender! Sí, tu voz suena a cansado, pero haz un esfuerzo. Bueno, un momentito, entonces, voy a llamar a Nara. ¡Nara! — llamó, dirigiéndose al cuarto de al lado—. Tu esposo llama. ¡Ven! ¡Sáquese el sobretodo! — Shchagov ya se había despojado de su abrigo militar—. ¡Sáquese las galochas! — No llevaba galochas—. Oye, no quiere venir. ¿Cómo puede ser?

La hermana de Clara, Dotnara —la mujer del diplomático tal como Lansky se la describió a Shchagov— entró en el hall y tomó el teléfono. Ella se paró interceptando el paso de Shchagov hacia el otro cuarto y él, por otra parte, no tenía ningún apuro en apartarse de esta criatura perfumada con su traje de color cereza claro. Bajó un poco la vista y la observó. Algo en su vestido lo sorprendió: las mangas no formaban parte del mismo, sino de una torerita que usaba encima. (Shchagov no entendió que por la ausencia de hombreras sus hombros redondeados se unían con los brazos en una línea natural marcada por la naturaleza e inmejorable). Algo hacía que Dotnara pareciera tremendamente femenina, distinta de todas las demás.

Ninguno de los que se hallaban en la amable sala de recibo podía suponer que en esa inocente conversación telefónica que versaba sobre ir o no ir a una reunión, yacía latente la ruina que puede aguardar a uno hasta en el esqueleto de un caballo muerto, como dice Pushkin en su poema "El Canto del Sabio Oleg"

Desde el día en que Rubín había pedido un suplemento de cintas grabadas con la voz de cada sospechoso, el auricular del teléfono en el departamento de Volodín le fue por primera vez levantado por él mismo. En la central telefónica la cinta magnetofónica giraba registrando la voz de Innokenti Volodin.

La prudencia le aconsejaba a Volodin no usar el teléfono por estos días, pero su mujer había salido dejando una nota en la que le decía que fuera esa noche sin falta a lo de su padre.

Entonces él llamó, paira decir que no iría.

Sin duda, todo hubiera sido más fácil para Innokenti si aquel hubiera sido un día cualquiera, y no un domingo. Entonces él podría haber estimado, según varios detalles, si su partida para una misión en París había sido denegada o confirmada. Pero nada podía saberse en domingo, si la paz o el peligro acechaban en la calma del día.

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