Читаем En el primer cí­rculo полностью

—¿Tiene todavía la fuerza para ir a la taiga? ¡Qué afortunada es! A mí no me queda fuerza para nada ya. Creo que me casaría con cualquier anciano próspero que me aceptase.

Nadya tembló: —¿Y podría dejarlo, dejarlo tras las barras?

La mujer tomó a Nadya por la solapa de su casaca: —Mi querida, era fácil amar a un hombre en el siglo XIX. Las mujeres de los decembristas, ¿cree que realizaron alguna heroicidad? ¿Hubo secciones que las llamaron para llenar cuestionarios personales de seguridad? ¿Tuvieron que ocultar sus matrimonios como si fuesen enfermedades? ¿Para conservar sus empleos, para que sus últimos quinientos rublos por mes no les fueran quitados? ¿Para no ser boicoteadas en el departamento comunal? ¿Para que al ir a buscar agua al patio la gente no las silbase y las llamase enemigas del pueblo? ¿Tuvieron que resistir la presión de sus propias madres y hermanas para que se divorciasen? No, por el contrario, eran seguidas por un murmullo de admiración de la crema de la sociedad. Fueron presentadas graciosamente a los poetas para hacer leyendas de sus vidas. Yendo a Siberia en sus preciosos carruajes, no perdieron ni el derecho de vivir en Moscú, ni sus miserables y últimos nueve metros cuadrados de superficie. No tuvieron que pensar en luchar con marcas negras en sus libretas de trabajo, sin tener siquiera cacerolas ni pan negro en sus cocinas. Es muy fácil decir "¡Vamos a la taiga!" Aparentemente usted no ha esperado todavía lo suficiente.

Su voz estaba a punto de quebrarse. Los ojos de Nadya se llenaron de lágrimas al oír los apasionados argumentos de su vecina.

—Hace ya cinco años que mi marido está preso —dijo, justificándose— y estuvo antes, cinco en el frente.

—No cuente ésos —objetó violentamente la mujer—. Estar en el frente no es lo mismo. Es fácil esperar. Todo el mundo espera. Y usted puede hablar abiertamente. Leer cartas. ¡Pero si se tiene que esperar y además ocultarlo... bueno!

Se detuvo. Comprendió que no tenía que explicárselo a Nadya.

Eran ya las once y media. Por fin, el teniente coronel Klimentiev entró y con él, un sargento gordo y hostil. Éste comenzó a tomar los paquetes, abriéndolos y revisando sus pasteles y partiendo cada torta casera en dos. Rompió los pastelitos de Nadya buscando un mensaje oculto, o dinero, o veneno. Klimentiev coleccionó todos los permisos de visita, registró todos sus nombres en un gran libro y luego se cuadró en estilo militar y declaró:

—¡Atención! ¿Saben todas las reglas? Las visitas duran treinta minutos. No deben dar nada a los prisioneros ni recibir nada de ellos. Está prohibido preguntarles sobre su trabajo, o su vida, o sus programas y horarios. La violación de estas reglas es punible bajo el código criminal. Y sobre todo, desde hoy las visitas no pueden besarse ni darse la mano. En caso de violación, la visita terminará inmediatamente.

Las sumisas mujeres guardaron silencio.

"Gerasimovich, Natalya Pavlovna", leyó el primer nombre.

La vecina de Nadya se levantó y pisando firmemente en sus botas de fieltro de la preguerra entró en el corredor.

LA VISITA

Aunque había llorado mientras esperaba, Nadya tuvo un sentimiento dominical cuando al final la llamaron.

Cuando apareció en la puerta, Nerzhin ya se había levantado y la esperaba sonriendo. Su sonrisa sólo duró un instante, pero ella sintió una repentina felicidad: él permanecía tan próximo como siempre. No había ningún cambio a su respecto.

El individuo de cuello de buey con su traje gris, parecía un gángster retirado cuando se aproximó a la mesa. Su presencia dividía la estrecha pieza evitando que se tocaran los dos.

—Vamos, déjeme por lo menos tomarle la mano —dijo Nerzhin con rabia.

—Es contra las reglas —contestó el guardia, dejando que su pesada mandíbula se abriera apenas lo suficiente para que pasaran las palabras.

Nadya sonrió perpleja y aconsejó a su esposo no argüir. Se sentó en el sillón que había para ella. En algunas partes los resortes estaban saliendo por entre el cuero del asiento. Varias generaciones de interrogadores se habían sentado en ese sillón enviando a cientos de personas a sus sepulcros y luego siguiéndolos a su vez.

—Bueno, feliz cumpleaños —dijo Nadya tratando de animarlo.

—¡Gracias!

—Es una feliz coincidencia que sea hoy.

—Las estrellas.

Estaban acostumbrados a hablarse así.

Nadya trató de olvidar la presencia opresiva del guardia mirándolos. Nerzhin trató de sentarse de tal manera que la silla no lo pinchase demasiado.

La mesita que había estado enfrente de generaciones de presos bajo interrogatorio, estaba ahora entre esposo y esposa.

—Para no hablar más de esto: Yo te traje para comer, unos pastelitos de los que hace mamá. No pude traerte nada más, lo siento.

—No debías haber traído ni siquiera eso, tontuela. Tenemos todo.

—Pero no tienes pastelitos, ¿no? Y me habías dicho no traer más libros nunca. ¿Has estado leyendo Esenin?

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