Nadya recordaba cómo la esposa del grabador le predijo amargamente que lo mejor para hacer cuando ellos estaban prisioneros, era serles infieles así, cuando salieran las apreciarían, porque si continuaban siempre fieles creerían que nadie las había deseado durante todo ese tiempo y que nadie las prefería, lo que era un desprestigio.
Para entonces la recién llegada había cambiado la conversación de la mesa. Ya estaba hablando de sus dificultades con abogados y los centros judiciales de la calle Nikolsky. Después, en el centro de "consultas modelo". Sus abogados costaban miles de rublos y se los gastaban en los restaurantes de lujo de Moscú, mientras sus clientes quedaban con sus casos exactamente donde los habían iniciado. Pero, de algún modo, al final fueron demasiado lejos y cayeron todos arrestados y tuvieron diez años ellos también y el letrero "modelo" fue removido de la calle Nikolsky. Después en el centro no modelo, los nuevos abogados que habían sido enviados como remplazantes, comenzaron a tomar millares de rublos y dejaron los casos de sus clientes como ya estaban antes. Los abogados explicaban confidencialmente que los grandes precios eran necesarios porque debían dividirlos con otros. Y era imposible saber si decían la verdad. Quizás no compartían con nadie a pesar de decir que lo hacían, pero ellos hacían entender que el asunto tenía que pasar por muchas manos. Las mujeres indefensas caminaban hacia delante y atrás, frente a las concretas paredes de la ley, como caminaban ante las paredes de seis metros de alto de la prisión Butyrskaya; no tenían alas para volar por sobre ellas y debían inclinarse ante cada puerta que se abriese. Los procedimientos legales detrás de los muros eran para ellas las vueltas clandestinas de una poderosa máquina que, a pesar de la obvia culpa de los acusados y el contraste entre ellos y quieres los habían aprisionado, a veces, como en un juego de lotería, por un milagro, podía salir el número ganador. Y de esa manera las mujeres pagaban a sus abogados no por ganar sino por la ilusión de ganar.
La mujer del grabador creía firmemente que sería recompensada por la suerte. Por lo que decía era evidente que había juntado cuarenta mil rublos por la venta de su habitación y ayuda de sus parientes y que los había entregado todos a sus abogados. Ya había tenido cuatro distintos. Tres pidieron el perdón y habían presentado cinco apelaciones con evidencias. Ella vigilaba la marcha de las apelaciones y le habían prometido tenerla en consideración en varios casos. Conocía por su nombre a todos los fiscales en ejercicio en las tres oficinas principales de fiscalías y aspiraba la atmósfera de los cuartos de recepción de la Corte Suprema y el Soviet Supremo. Como mucha gente confiada, especialmente las mujeres, exageraba el valor de cada detalle promisor y de cada mirada no demasiado hostil.
—Hay que escribir, hay que escribir a todo el mundo —repetía enérgicamente urgiendo a las otras mujeres a seguir su ejemplo—. Nuestros esposos están sufriendo. La libertad no viene sola. Hay que escribir.
Esta historia distrajo a Nadya de su humor y también perturbó su conciencia. Oyendo el inspirado discurso de la mujer del grabador, no se podía evitar creer que se había adelantado a todas y que lograría ciertamente hacer salir a su marido de la prisión y le hacía preguntarse: —¿Por qué no podría hacer yo lo mismo? ¿Por qué he sido menos leal que ella?
Nadya sólo había intentado una vez con la central modelo de consultores legales. Había compuesto una petición con la asistencia de un abogado y le había pagado 2.500 rublos. Aparentemente era demasiado poco. Se ofendió y no hizo nada.
—Sí —decía quietamente y como para sí— ¿hemos hecho todo lo posible? ¿Está limpia nuestra conciencia?
La mujer habladora no la oyó, pero su Vecina se volvió hacia ella repentinamente como si Nadya la hubiese insultado.
—¿Y qué es lo que hay que hacer? — preguntó con un tono hostil—. Todo es una pesadilla. El artículo 58 significa prisión perpetua. El artículo 58 no es para criminales sino para los enemigos. No se puede lograr sacar a nadie ni siquiera con un millón.
Su cara estaba toda exaltada. En su voz había un tono de puro sufrimiento inmitigable.
El corazón de Nadya se abrió a esa mujer vieja. En un tono compasivo por lo suave de sus palabras replicó: —Sugiero sólo que no hacemos todo lo que podemos. Después de todo las mujeres de los decembristas dejaron todo y siguieron a sus esposos sin arrepentimientos o segundos pensamientos. Quizá si no podemos obtener sus libertades, podríamos lograr que nos exiliaran en su lugar. Consentiría que lo enviasen a la taiga, a cualquier taiga en cualquier parte, en el Ártico, donde nunca hay sol; iría con él dejando todo.
La mujer que tenía el rostro severo de una monja, cuyo pañuelo gris estaba deshilachado, miró a Nadya con asombro y respeto.