Si no estaba muerto, si no continuaba esa horrible falta de fe íntima, si sólo continuaban la amenaza y la pesadilla, nueva fuerza podía fluir y fluyó en Nadya. Estaba en Moscú. Eso significaba que ella tenía que radicarse allí y dedicarse a salvarlo. (Se le ocurría que con sólo estar cerca de él ya lo iba a conseguir).
¿Pero cómo llegar allí? Nuestros descendientes nunca imaginarán lo que significaba viajar a cualquier parte en esos tiempos y, sobre todo, a Moscú. En primer lugar exactamente como en la década del treinta, cada ciudadano tenía que probar con documentos por qué no quería quedarse donde estaba, qué necesidad estatal lo impulsaba a cargar con su persona el trasporte. Después de lo cual, a veces, lograba un pase para darle el derecho de ponerse en fila en la estación por una semana, dormir en el suelo escupido de la sala de espera o intentar una tímida coima en la puerta de atrás de los expendedores de boletos.
Nadya se arregló para obtener los permisos prácticamente inobtenibles para enrolarse como una estudiante graduada en Moscú. Pagó tres veces el precio del pasaje y viajó por avión a la capital, llevando sobre sus rodillas su libro de texto y portafolios y con botas de fieltro para las forestas del norte, que necesitaría su esposo.
Estaba en esa inspirada cumbre de la vida donde los buenos genios nos ayudan en todo y nos permiten lograrlo todo. La más famosa escuela de graduados en el país la aceptó a pesar de ser una provinciana joven y desconocida y no tener dinero, nombre, ni conexiones, ni haber tirado de ningún hilo.
Todo eso era más fácil que obtener una visita a la prisión de Krasnaya. No permitían visitas. A nadie. Todos los canales de GULAG eran vigilados. Había una corriente de prisioneros que llegaban del Oeste que podía desafiar toda imaginación...
Pero en la sala de guardias rápidamente construida, esperando una respuesta a una de sus súplicas imposibles, Nadya vio una columna de prisioneros que eran conducidos de los portones de madera sin pintar de la prisión a una ribera del río Moskowa. Con una feliz impronta de intuición femenina, Nadya adivinó que Gleb estaba entre ellos.
Eran como doscientas personas. Y todos estaban en ese estado intermedio en que uno dice adiós a sus ropas de hombre libre y adopta la ropa gris negruzca de un zek. Cada uno retenía todavía algo del pasado de su vida previa, como una capa militar con una banda de color, pero ya sin insignia ni galón, botas de cuero que aún no habían, sido vendidas por pan o robadas por los reclusos criminales de la prisión, una camisa de seda rota en la espalda. Todos estaban rapados y de una manera u otra se protegían la cabeza del sol veraniego. Todos estaban sin afeitar y eran delgados, muchos cerca de la inanición.
Nadya no necesitó buscar. Sintió que Gleb se hallaba allí y en seguida lo vio: estaba caminando con una camisa de lana con su cuello sin abotonar, con los bordes de los oficiales de artillería, rojos, en sus puños; y en su pecho, las tiras indicadoras de dónde habían estado sus condecoraciones, ahora arrancadas. Caminaba con sus brazos detrás de la espalda como el resto de ellos. No miraba hacia arriba ni al costado ni a los espacios abiertos de la colina asoleada, que uno hubiera creído debería atraer la mirada de un prisionero, ni miró a la mujer con paquetes que lo aguardaba conmovida desde un costado de la sala de guardia. En las prisiones de transito nadie recibe cartas y no sabía ni sospechaba que Nadya estuviese en Moscú. Tan consumido y demacrado como sus compañeros, su rostro aprobaba lo que le estaba diciendo un camarada más viejo que él que le acompañaba, con su gran barba gris. Le prestaba mucha atención, concentrado en sus apreciaciones.
Nadya corrió y gritó el nombre de su esposo; pero debido a su diálogo y al ladrido de los perros de policía excitados, no la oyó. Ya sin respiración, Nadya siguió corriendo como para no perder de vista su rostro. Había sido terrible rondar por meses en la oscuridad y las celdas horrorosas. Era un placer tremendo verlo al aire libre cerca de ella. Era una fuente de orgullo que no estuviera vencido. Era emocionante y triste que no estuviera pensando en ella y la hubiera olvidado. Por primera vez sintió pena por sí misma y sospechó que Nerzhin no la había tratado con justicia; que la víctima no era él, sino ella.
Sintió todo eso en un abrir y cerrar de ojos. Los guardias de la escolta le gritaron; los horribles perros entrenados para cazar hombres tiraban de sus cadenas, amenazando soltarse y ladrando, con sus dientes afuera y sus ojos inyectados en sangre. Alejaron a Nadya mientras la columna se estrechaba a lo largo de una rápida pendiente y no dejaba lugar para que ella la flanqueara. Los últimos guardias de la escolta la seguían desde lejos y no permitían que Nadya se acercara ya más, cerrando el espacio prohibido detrás de la fila de zeks. Nadya debió resignarse mientras la columna bajaba de la colina y se perdía detrás de una sólida cerca.