Nerzhin dijo al fin: —¿De modo que tampoco nos llevan a Tanganka? ¿Adonde vamos? No comprendo.
Gerasimovich, emergiendo de la misma clase de reflexiones pesimistas, contestó: —Ese es el acceso a Lefortovo; vamos a su prisión.
Se abrieron las puertas para el vehículo que entró en un patio y se detuvo al frente de un edificio de dos pisos junto a la alta cárcel citada. El teniente coronel Klimentiev ya estaba allí de pie, esperándolos, pareciendo más joven sin su capote ni gorra.
Realmente había menos frío aquí. Bajo un denso cielo nublado, un invierno sin viento y neblinoso.
A una señal del teniente coronel, los guardias salieron del ómnibus, se alinearon en una fila y sólo los dos de los asientos de atrás permanecieron con sus pistolas amartilladas. Los prisioneros no tuvieron tiempo de observar la sección principal de la prisión y siguieron al militar hacia adentro. Había un largo y estrecho corredor y a lo largo se abrían siete puertas. El teniente coronel iba adelante y daba sus órdenes decisivamente como en una batalla: —Gerasimovich aquí; en ésta, Nerzhin; en la tercera...
Cada prisionero entraba en su puerta indicada.
Klimentiev asignó cada guardia a cada puerta. Nerzhin recibió a uno que parecía un disfrazado.
Todas las habitaciones eran para interrogatorios: las ventanas con barras dejaba pasar apenas la luz; los sillones de los interrogatorios y sus respectivos escritorios estaban de frente a las ventanas para recibir el prisionero la luz; había una mesita y una silla para la persona a interrogar.
Nerzhin se movió con el sillón más cerca de la puerta y lo colocó allí para su esposa. Tomó la poco confortable sillita con una rajadura que amenazaba con pellizcarlo. Junto a dicha silla y dicha mesa había soportado hacía un tiempo ¡seis meses de interrogatorios!
La puerta había quedado abierta. Nerzhin oyó los ligeros pasos de su mujer retumbando hacia él por el corredor y su querida voz preguntando:-¿Aquí?
Y entró.
SÉ INFIEL
Cuando el camión, traqueteando, llevaba a Nadya del frente de batalla por sobre raíces de pinos y arena crujiente, Gleb permaneció un buen rato en la trocha hasta que una curva lo tragó y la senda se volvió aún más oscura y más larga. ¿Quién hubiera podido decirles que su separación nunca tendría fin con la guerra y que apenas había comenzado?
Siempre es difícil esperar a un esposo que vuelve de la guerra, pero mucho más difíciles son los últimos meses antes del final. Los fragmentos de granadas y las balas no dan idea de lo que ha estado peleando un hombre.
Entonces fue cuando las cartas de Gleb dejaron de llegar.
Nadya corría cuando llegaba el cartero. Escribía a su marido a sus compañeros y sus oficiales. Pero todos callaban como las tumbas.
No había una, noche en la primavera de 1945 en que la artillería no rompiese el aire y en que no se tomase una ciudad tras otra: Konigsberg, Breslau, Frankfurt, Berlín, Praga.
Pero no llegaba ninguna carta. Sus esperanzas se encogían. Comenzó a sentirse apática y desganada. Pero no podía permitirse ceder o caer en pedazos. Si él estaba vivo y volvía, la habría acusado de perder su tiempo. Se entregaba hasta la extenuación a largos días de trabajo, se preparaba para la licenciatura en química, estudiaba lenguajes extranjeros y materialismo dialéctico y sólo se permitía llorar de noche.
De pronto, por primera vez, el Comando Militar no le pagó a Nedya la correspondiente parte del salario de Gleb.
Pensó que habría muerto en la batalla.
Luego terminó la guerra. La gente corría por las calles arrebatada de alegría. Algunos disparaban pistoletazos al aire. Todos los altoparlantes de la U.R.S.S. anunciaban la victoria y marchas que recorrían la hambrienta y herida tierra soviética.
No le dijeron que Nerzhin había muerto, sino que se había perdido, qué faltaba.
Y el corazón humano que nunca quiere reconciliarse con algo que no ha sucedido comenzó a inventar fábulas esperanzadas. Quizás él habría sido enviado a una misión de espionaje. Quizás estuviese desempeñando un servicio especial. Una generación criada entre sospechas y secretos, los encuentra incluso donde no están.
El cálido verano sureño estallaba ya, pero no para la posible viuda de Nerzhin.
Siguió como antes estudiando química, lenguas y dialéctica marxista, temerosa de no gustarle más.
Pasaron cuatro meses. Era tiempo para admitir que ese hombre no vivía ya. Entonces llegó un triángulo de papel de la prisión de Krasnaya Presnya: "Mi queridísima. Me han condenado a diez años más."
Los prójimos a ella no podían entenderla. Había sabido que su marido estaba en prisión y se había abierto a la vida y la alegría, brillando. De nuevo no estaba sola en la tierra. Se sentía feliz porque no lo habían condenado a quince y veinticinco años. Sólo es de la tumba de donde no se regresa. La gente a veces volvía de los trabajos forzados.