Un sonido en la puerta trasera. Cerré el maletín y fui a investigar. La puerta de atrás se abría a una plataforma de madera que mi cuñado Tad y yo habíamos construido cinco veranos antes. Abrí la persiana que cubría la puerta deslizante de vidrio y…
Era Hollus, sobre la plataforma.
Retiré la barra de seguridad en la base de la puerta de vidrio y la deslicé.
—¡Hollus!—dije.
Susan apareció a mi espalda, preguntándome qué hacía. Me volví para mirarla; ella había visto a Hollus y a los otros forhilnores en la tele muy a menudo, pero ahora estaba boquiabierta.
—Entra —dije—. Entra.
Hollus se las arregló para atravesar la puerta, aunque no tenía mucho espacio. Se había cambiado para la cena; ahora vestía una tela color vino, sujeta con una lámina pulida sacada de una geoda.
—¿Por qué no apareciste dentro? —pregunté—. ¿Por qué te proyectaste en el exterior?
Los pedúnculos de Hollus se agitaron. Había algo sutilmente diferente en su aspecto. Quizá sólo fuese la iluminación de las lámparas halógenas; yo estaba acostumbrado a verle bajo los paneles fluorescentes que teníamos en el museo.
—Me invitaste a tu casa —dijo.
—Sí, pero…
De pronto, sentí cómo su mano me tocaba el brazo. Le había tocado antes, había sentido el cosquilleo estático de los campos de fuerza que formaban su proyección. Esto era diferente. Su carne era sólida, cálida.
—Así que he venido —dijo—. Pero… lo lamento; l evo ahí fuera un cuarto de hora, intentando pensar en cómo hacerte saber que había llegado. He oído hablar de los timbres, pero no podía encontrar el botón.
—No lo hay en la puerta trasera —dije. Tenía los ojos abiertos como platos—. Estás aquí. En carne y hueso.
—Sí.
—Pero… —miré tras él. Había algo grande en el patio; no podía distinguir del todo la forma en la oscuridad.
—Llevo un año estudiando tu planeta —dijo Hollus—. Seguro que has sospechado que tenemos formas de l egar a la superficie sin l amar la atención. —Hizo una pausa—. Me invitaste a cenar, ¿no? No puedo disfrutar déla comida por telepresencia.
Yo estaba asombrado, emocionado. Me volví para mirar a Susan, luego me di cuenta de que había olvidado presentarla.
—Hollus, me gustaría presentarte a mi esposa, Susan Jericho.
—«Ho» «la» —dijo el forhilnor.
Susan se mantuvo en silencio durante unos segundos, atónita. Luego dijo:
—Hola.
—Gracias por permitirme visitar su casa —dijo Hollus.
Susan sonrió, me miró fijamente.
—Si me hubiesen avisado con más tiempo, podría haber recogido un poco.
—Es encantador tal y como está —dijo Hollus. Los pedúnculos se movieron, repasando toda la estancia—. Es evidente que se ha tenido mucho cuidado en elegir cada elemento de mobiliario para que se complementen entre sí. —Por lo general, Susan no soportaba a las arañas, pero estaba claro que ese tipo enorme le resultaba encantador.
Bajo la brillante luz noté diminutos tachones, como pequeños diamantes, situados en la piel que rodeaba cada una de las dos articulaciones de sus miembros, y las tres articulaciones de sus dedos. Y toda una fila le recorría cada uno de los pedúnculos.
—¿Son joyas? —dije—. Si hubiese sabido que te interesan esas cosas, te hubiese mostrado la colección de gemas del RMO. Tenemos algunos diamantes, rubíes y ópalos extraordinarios.
—¿Qué? —dijo Hollus. Y luego, al comprender, sus pedúnculos volvieron a agitarse en S—. No, no, no. Esos cristales son los implantes del interfaz de realidad virtual; son los que permiten que el simulacro de telepresencia imite mis movimientos.
—Oh —dije. Me volví y grité el nombre de Ricky. Mi hijo subió a saltos los escalones desde el sótano. Empezó a dirigirse hacia el comedor, pensando que le había l amado para cenar. Pero luego nos vio, a mí, a Susan y a Hollus. Sus ojos se abrieron más de lo que nunca los hubiese visto. Se acercó a mí, y yo le pasé el brazo sobre los hombros.
—Hollus —dije—. Me gustaría presentarte a mi hijo Rick.
—«Ho» «la» —dijo Hollus.
Miré a mi chico.
—Ricky, ¿qué se dice?
Los ojos de Ricky seguían enormes mientras miraba al alienígena.
—¡Genial!
No habíamos esperado que Hollus se presentase a cenar en carne y hueso. La mesa del comedor era un largo rectángulo, con una hoja desmontable en medio. La mesa en sí era de madera obscura, pero estaba cubierta por un mantel blanco. En realidad no había mucho sitio para el forhilnor. Pedí a Susan que me ayudase a mover el aparador a un lado para dejar algo de espacio libre.
Me di cuenta de que jamás había visto a Hollus sentado; evidentemente su avatar no precisaba hacerlo, pero pensé que el verdadero Hollus estaría más cómodo con algo de apoyo.
—¿Hay algo que pueda hacer para que estés más cómodo?—pregunté.
Hollus miró a su alrededor. Vio la otomana en el salón, situada frente al sofá.
—¿Podría usar eso? —dijo—. ¿El pequeño taburete?
—Claro.