—Ah —dijo Hollus—. Me encantaría conocerlos a ambos. ¿Será muy pronto esta noche?
Sonreí. Ricky estaría encantado.
—Esta noche es perfecto —respondí.
16
Las cejas de Cooter Falsey se arquearon en un gesto de confusión al mirar a J. D. Ewell.
—¿Qué quieres decir con que perseguimos algo que ya está muerto?
Ewell todavía seguía sentado en el borde de la cama del motel.
—Aquí en Toronto tienen un museo, y exhibe unos fósiles muy especiales. Esos fósiles son una mentira, dice el reverendo Mil et. Una blasfemia. Y van a mostrárselos a la gigantesca araña alienígena.
—¿Sí? —dice Falsey.
—El mundo es un testamento de la obra de Dios. Y esos fósiles, o son falsos u obra del demonio. ¡Criaturas con cinco ojos! ¡Criaturas con pinchos saliéndoles de todas partes! Nunca verás nada igual. Y los científicos les dicen a esos alienígenas que esas cosas son reales.
—Todos los fósiles son falsos —dice Falsey—. Han sido creados por Dios para probar la fe de los débiles.
—Tú y yo lo sabemos. Y ya es malo que los ateos puedan enseñarles a nuestros hijos esas cosas sobre fósiles en las escuelas, pero ahora se los muestran a los alienígenas, haciendo que esos alienígenas crean en la mentira de la evolución. A los alienígenas se les hace creer que los humanos no creemos en Dios. Debemos dejar claro que esos científicos ateos no hablan por la mayoría.
—Por tanto… —dice Falsey, invitando a Ewell a continuar.
—Por tanto, el reverendo Millet quiere que destruyamos esos fósiles. El Bogus Shale∗,los l ama. Aquí están en una exposición especial, y luego se supone que irán a Washington, pero eso no pasará. Vamos a acabar con Bogus Shale de una vez para siempre, de forma que esos alienígenas sepan que no nos importan esas cosas.
—No quiero que nadie salga herido —dice Falsey.
—Nadie sufrirá daño.
—¿Qué hay de los alienígenas? Uno de ellos pasa mucho tiempo en el museo. Tendremos muchos problemas si le hacemos daño.
—¿No lees los periódicos? Realmente no está allí; no es más que una proyección.
—Pero ¿qué hay de la gente que va al museo? Puede que estén confundidos al mirar a esos fósiles, pero no son malvados como los médicos abortistas.
—No te preocupes —dice Ewell—. Lo haremos un domingo por la noche, después de que cierre el museo.
Llamé a Susan y a Ricky y les dije que se preparasen para recibir a un invitado muy especial; Susan podía hacer milagros en tres horas. Yo trabajé en el diario durante un tiempo, y luego abandoné el museo. Había adoptado la costumbre de l evar un sombrero Juego de palabras entre el nombre del yacimiento, Burgess, y «Bogus» que significa fraude. (TV.
Cuando l egamos a la estación Dundas, entró un joven con una desordenada barba rubia. Tenía la edad justa para ser un estudiante en Ryerson; el campus universitario justo al norte de Dundas. El joven llevaba una sudadera verde cubierta con letras blancas que decían:
Sonreí; claro, el edificio del Parlamento provincial estaba en Queen's Park. Parecía que hoy en día todo el mundo lanzaba pul as al premier Harris.
Cuando al final l egué a casa en Ellerslie, recogí a mi mujer e hijo y nos reunimos en el salón. Abrí la cartera y situé el dodecaedro que era el proyector de holoforma sobre la mesa de café. Luego nos sentamos en el sofá. Ricky se colocó junto a mí. Susan se sentó en el brazo del sofá. Miré el reloj azul del vídeo. Eran las 7:59 de la tarde; Hollus había dicho que se reuniría con nosotros a las 8:00.
Esperamos mientras Ricky se inquietaba. El proyector siempre emitía dos tonos cuando se activaba, pero se mantenía en silencio.
8:00.
8:01.
8:02.
Sabía que el reloj del vídeo estaba bien; teníamos un Pony que se ajustaba por medio de la señal del cable. Me incliné sobre la mesa y ajusté ligeramente la posición del dodecaedro, como si eso cambiase las cosas.
8:03.
8:04.
—Bien —dijo Susan, dirigiéndose en general a la habitación—. Debería ir a preparar la ensalada.
Ricky y yo seguimos esperando.
Alas 8:10, Ricky dijo:
—Vaya timo.
—Lo siento, colega —dije—. Supongo que le surgió algo. —No podía creer que Hollus me hubiese fallado. Se pueden perdonar muchas cosas; hacer que un hombre falle a ojos de su hijo no es una de ellas.
—¿Puedo ir a ver la tele hasta que sea hora de cenar? —preguntó Ricky.
Normalmente sólo dejamos que Ricky vea una hora de televisión por la noche, y ya lo había hecho. Pero no podía disgustarle de nuevo.
—Claro —dije.
Ricky se levantó. Yo lancé un suspiro.
Dijo que éramos amigos.
Ah, bien. Me puse en pie, cogí el proyector, lo sopesé en la mano, luego lo metí en la cartera y…