Pero me dije que no era más que el resultado de mi polvoriento ambiente de trabajo. Empleamos taladros dentales para separar los fósiles de las rocas. Evidentemente, cuando lo hacemos llevamos máscaras —la mayor parte del tiempo (también, casi todo el tiempo, nos acordamos de ponernos las gafas de seguridad)—, porque a pesar del sistema de ventilación, hay mucho polvo fino de roca en el aire; puedes ver las capas que deja sobre libros y periódicos, sobre el equipo que no se usa.
Además, la noté por primera vez bajo el calor sofocante del pasado agosto; una capa de inversión se había estado colando sobre Toronto, y se emitían advertencias sobre la calidad del aire. Pensé que quizá la tos se detendría cuando nos alejásemos de la ciudad, cuando fuésemos al campo. Y así pareció ser.
Pero cuando volvimos al sur, la tos regresó. Aun así, apenas le presté atención.
Hasta que empezó a salir sangre.
Sólo un poco.
En invierno, cuando me sonaba, a menudo tenía sangre en la nariz. El aire seco tiene esas cosas. Pero nos encontrábamos en el bochornoso verano de Toronto. Y lo que producía no eran mocos; era flema, enviada desde lo más profundo del pecho, retirada del cielo de la boca con la lengua y transferida al pañuelo para eliminarla.
Flema, moteada de sangre.
La noté, pero no sucedió nada similar durante un par de semanas. Y por tanto no le di mayor importancia.
Hasta que sucedió de nuevo, a finales de septiembre.
Si hubiese estado prestando más atención, hubiese notado que la tos era más persistente. Soy el director del departamento de paleobiología; supongo que debería haber hecho algo, debería haberme quejado a mantenimiento por el aire seco, del polvo mineral que flotaba por ahí.
La segunda vez tenía mucha sangre en la flema.
Y hubo más al día siguiente.
Y al día después.
Y por tanto, finalmente, pedí cita con el doctor Noguchi.
El simulacro Hollus había partido alrededor de las 4:00 de la tarde; normalmente yo trabajaba hasta las 5:00, así que fui caminando —bastante pasmado, la verdad— de regreso a mi oficina y me senté, anonadado, durante unos minutos. Mi teléfono sonaba continuamente, así que lo desconecté; parecía que cada uno de los medios informativos del planeta quería hablar conmigo, el hombre que había estado a solas con el extraterrestre. Le indiqué a Dana, la asistenta del departamento, que transfiriese todas las l amadas a la oficina de la doctora Dorati. Christine se encontraría en su elemento dialogando con la prensa. Luego me volví hacia el ordenador y comencé a registrar algunas notas. Había comprendido que debía haber un registro, una crónica, de todo lo que viese y todo lo que aprendiese. Tecleé con furia durante quizás una hora, luego salí del RMO por la entrada de servicio.
Había una multitud enorme en el exterior —pero, por suerte, estaban todos en la entrada principal, a media manzana de distancia—. Busqué brevemente algún rastro del aterrizaje de la nave espacial; no había nada. Luego bajé corriendo la escalera de la parada de metro del museo, con azulejos de un amaril o enfermizo.
Durante la hora punta, la mayor parte de la gente se dirige hacia los suburbios, al norte. Como era habitual, cogí el tren al sur, hasta University Avenue, cambio en la estación Union, y luego por la línea Yonge hasta el North York Centre; no era la ruta directa, pero me garantizaba un asiento durante todo el camino. Claro está, mi estado era evidente, así que la gente a menudo me ofrecía su asiento. Pero al contrario que Blanche DuBois, prefería no tener que depender de la generosidad de los extraños. Como era habitual, l evaba un disco Zip en la cartera conteniendo archivos relacionados con el trabajo, y había impreso algunos artículos que quería leer. Pero me fue imposible concentrarme.
Un extraterrestre había l egado a Toronto. Un extra-terrestre de verdad.
Era increíble.
Medité sobre la situación durante los cuarenta minutos del viaje en metro. Y, mientras miraba al conjunto de rostros que me rodeaban —todos los colores, todas las razas, todas las edades, el mosaico que es Toronto —pensé en el impacto que los acontecimientos del día tendrían en la historia humana. Me pregunté si sería Raghubir o yo el que acabaría citado en las entradas de las enciclopedias: el extraterrestre había venido a verme a mí —o al menos, a alguien de mi posición—, pero su primera conversación real (había tomado un descanso para ver la cinta de la cámara de seguridad) había sido con Raghubir Singh.
El metro vertió muchos pasajeros en Union, y más en Bloor. Pero cuando llegaba a North York Centre —la penúltima parada de la línea— había sitios para todos, aunque, como siempre, algunos pasajeros, habiendo soportado todo el viaje de pie, rechazaban ahora los asientos vacíos como si aquellos que hubiésemos conseguido sentarnos fuésemos una raza inferior.