Читаем El cálculo de Dios полностью

—En estos momentos, soy el único sobre la superficie del planeta —dijo Hollus—, aunque es posible que pronto bajen más. La tripulación de la nave nodriza, que se encuentra en órbita sincrónica alrededor de su planeta, está compuesta por treinta y cuatro individuos.

—¿Sincrónica sobre dónde? —preguntó Christine—. ¿Toronto?

—Las órbitas sincrónicas deben estar sobre el ecuador —dije—. No puede ser sobre Toronto.

Hollus giró los pedúnculos en mi dirección; quizás estaba ganando puntos en su estimación.

—Eso es cierto. Pero ya que este lugar era nuestro primer destino, la nave está en órbita sobre la misma longitud. Creo que el país que está justo debajo es Ecuador.

—Treinta y cuatro alienígenas —dijo Christine, como si intentase asimilar la idea.

—Correcto —replicó Hollus—. La mitad son forhilnores como yo y la otra mitad wreeds.

Sentí la emoción que me recorría. Tener la oportunidad de examinar una forma de vida de un ecosistema diferente era pasmoso; pero examinar formas de vida de dos sería asombroso. En años anteriores, cuando me encontraba bien, daba un curso sobre evolución en la Universidad de Toronto, pero todo lo que sabíamos sobre el funcionamiento de la evolución se basaba en un único ejemplo. Si pudiésemos…

—No estoy segura de a quién l amar —dijo Christine una vez más—. Demonios, ni siquiera estoy segura de que me creyesen si l amase.

Justo en ese momento sonó el teléfono. Cogí el auricular. Era Indira Salaam, la ayudante ejecutiva de Christine. Le pasé el teléfono.

—Sí —dijo Christine al teléfono—. No. Estaré aquí. ¿Puedes traerlos? Muy bien. Adiós. — Me devolvió el teléfono—. Los mejores de Toronto vienen de camino.

—¿Los mejores de Toronto? —preguntó Hollus.

—La policía —dije yo mientras colgaba.

Hollus no dijo nada. Christine me miró.

—Alguien l amó para informar de la historia de la nave espacial y del piloto alienígena que había entrado en el museo.

Pronto llegaron dos agentes de uniforme, escoltados por Indira. Se quedaron en el quicio de la puerta con la boca abierta. Uno de los policías era flacucho, el otro bastante robusto —las formas grácil y robusta del Homo policíacas, lado a lado, al í mismo, en mi despacho.

—Debe de ser falso —le dijo el policía delgado a su compañero.

—¿Por qué todo el mundo asume lo mismo? —preguntó Hollus—. Los humanos parecen tener una capacidad impresionante para ignorar las pruebas más evidentes. —Los dos ojos cristalinos me miraron fijamente.

—¿Quién es el director del museo? —preguntó el policía fornido.

—Soy yo —dijo Christine—. Christine Dorati.

—Bien, señora, ¿qué cree que debamos hacer?

Christine se encogió de hombros.

—¿La nave espacial bloquea el tráfico?

—No —dijo el policía—. Se encuentra por completo en terreno del planetario, pero…

—¿SÍ?

—Pero, bien, habría que informar de algo así.

—Estoy de acuerdo —le dijo Christine—. Pero ¿a quién?

Volvió a sonar el teléfono. En esta ocasión era el asistente de Indira… No pueden mantener abierto el planetario, pero los asistentes tienen asistentes.

—Hola, Perry —dije—. Un segundo —le pasé el teléfono a Indira.

—¿Sí? —preguntó—. Comprendo. Mm, un segundo. —Miró a su jefa—. CITY-TV está aquí—dijo—. Quieren ver al alienígena. —CITY-TV era una televisión local famosa por sus noticias en directo; su lema era simplemente «¡En todas partes!».

Christine se volvió hacia los dos policías para ver si tenían alguna objeción. Se miraron el uno al otro e intercambiaron encogimientos de hombros.

—Bien, no podemos meter más gente aquí arriba —dijo Christine—. La oficina de Tom no da más de sí. —Se volvió hacia Hollus—. ¿Le importaría bajar de nuevo a la Rotonda?

Hollus se movió de arriba abajo, pero no creo que fuese una muestra de acuerdo.

—Estoy deseoso de iniciar mis investigaciones —dijo.

—En algún momento tendrá que hablar con ellos —le respondió Christine—. Mejor sería que se lo quitase ahora de encima.

—Muy bien —dijo Hollus, sonando terriblemente renuente.

El policía más grueso habló al micrófono que l evaba en la hombrera del uniforme, presumiblemente comunicándose con alguien en la comisaría. Mientras tanto, todos marchamos por el pasil o hacia el ascensor. Tuvimos que bajar en dos turnos: Hollus, Christine y yo en el primero; Indira y los dos policías en el segundo. Les esperamos en la planta baja, luego nos dirigimos al vestíbulo abovedado del museo.

CITY-TV llama a sus cámaras —todos jóvenes y modernos— «videógrafos». Había uno esperando, cierto, así como una buena multitud de espectadores, formando un círculo aguardando el regreso del alienígena. El videógrafo, un nativo canadiense de pelo negro atado en una coleta, se adelantó. Christine, siempre la política, intentó meterse frente a la cámara, pero él no quería más que grabar a Hollus desde todos los ángulos posibles — CITY-TV era famosa por lo que mi cuñado l ama «experiencias extra-corporales».

Noté que uno de los policías tenía la mano sobre la pistolera; supongo que sus supervisores le habían indicado que protegiesen al alienígena a toda costa.

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