Читаем Círculo de espadas полностью

Cuando terminó de comer sacó el ordenador y examinó el directorio. Contenía un programa universal de pasatiempos: ajedrez, damas, bridge, la nueva edición de Monopoly y del Revolution, una búsqueda y media docena de novelas. Miró la lista de novelas. Siempre había querido leer Moby Dick. ¿Por qué no ahora?

Empezó a leer.

La soldado latinoamericana le llevó la cena, que consistía en verduras salteadas y arroz. Comió, se duchó y se acostó temprano. Esta vez no tuvo problemas para conciliar el sueño.

Por la mañana reanudó la lectura. Estaba empezando el capítulo que hablaba de la blancura cuando la puerta se abrió. El desayuno, pensó; y era tarde.

Entró un hwarhath: bajo y pulcro, vestido con el habitual uniforme gris. Tenía el pelaje de color gris oscuro, casi negro.

Anna levantó la vista, sorprendida. Él la bajó de inmediato.

—¿Anna Pérez? —preguntó.

—¿Sí?

—Me llamo Hai Atala Vaihar. Mi rango es el de observador uno-delante, y soy agregado al personal del Primer Defensor Ettin Hwarha. Me han enviado a rescatarla.

—Su inglés es realmente excelente —comentó ella.

Él mostró brevemente los dientes. ¿Era una sonrisa?

—Lo aprendí de un nativo, aunque Sanders Nicholas me dice que no está del todo conforme con mi acento. Mi lengua materna es tonal, y al parecer no puedo perder el deje.

Anna apagó el ordenador, recogió la chaqueta y se la puso. Después de pensárselo se guardó el ordenador en un bolsillo. Moby Dick se estaba poniendo interesante.

—¿Nos vamos? Esta habitación me pone los pelos de punta.

—¿Cómo dice?

—Me pone nerviosa.

—Sí. Vámonos. Usted primero, por favor. Nos iremos directamente. Tengo instrucciones de volver con usted y el portador lo más rápido posible.

Recordó el camino que llevaba a la entrada y lo siguió; el alienígena caminaba detrás de ella.

—¿Cómo está Nicholas? —preguntó.

—En este momento se encuentra bajo los efectos de los tranquilizantes que le dio el enemigo. Han dicho que se alteró y que no lograban serenarlo.

—Intentaron interrogarlo.

Ambos guardaron silencio; después el hwarhath dijo:

—Sanders Nicholas es famoso por su aversión a responder preguntas.

En los pasillos no había nadie, ni humanos ni extraños. La música había cesado. Anna sólo oyó el suave silbido y el zumbido del sistema de ventilación y las pisadas de ambos que retumbaban entre las paredes de hormigón.

¿Qué había sucedido? ¿Los alienígenas también se habían apoderado de aquel lugar?

Pasaron junto a una puerta abierta. Ella echó un vistazo y vio a un hwarhath inclinado sobre un ordenador, pulsando teclas con habilidad y rapidez.

Aquello al parecer respondía a su pregunta.

Salieron al pasillo exterior. La luz de los tubos del techo era tan tenue como antes, pero en el extremo opuesto la puerta estaba abierta y se veía brillar el sol.

Mientras salía a la luz, Anna lanzó un suspiro. ¡Ah! ¡Aire fresco! Corría aire. El cielo estaba salpicado de nubes pequeñas. A su alrededor, las colinas eran de un amarillo intenso. Más abajo, un lago redondo y azul se extendía en medio de un valle poco profundo. A la orilla del agua crecían los árboles. Todos (por lo que ella sabía) eran de la misma variedad: color naranja apagado, de tronco corto y grueso y ramas como palos. Ninguno tenía hojas.

El alienígena se detuvo junto a ella e hizo un ademán. A la derecha había un espacio llano, y en él dos aviones: las alas hwarhath en forma de abanico y un ADV.

—¿Dónde estamos? —preguntó Anna.

—Aún tengo problemas con las distancias de los humanos —respondió el alienígena—. Aunque por fin he aprendido a medir el tiempo. Nos encontramos a dos horas al sur y al oeste de la estación de investigación de los humanos. Sanders Nicholas ya está en el avión. Por favor adelántese, miembro.

Caminó sobre la vegetación semejante a musgo amarillo —era espesa, blanda y elástica, y su débil y seco aroma impregnaba el aire—, luego subió la escalerilla de metal y entró en una cabina muy semejante a la cabina de un avión de los humanos. Por su centro se abría un pasillo, entre filas de asientos. Bueno, ¿cuántas maneras había de transportar grandes cantidades de humanoides?

Los asientos eran más grandes que los de cualquier avión de los humanos: anchos y muy bajos, con brazos anchos y mucho sitio para las piernas. Curioso, considerando que los alienígenas —en conjunto— eran más pequeños que los humanos. No había ventanillas. Qué raro. ¿A aquella gente no le gustaba saber adónde iban?

El alienígena señaló con la mano la parte delantera del avión. Ella avanzó en esa dirección. A mitad de camino se topó con Nicholas. Se encontraba en un asiento junto a la pared de la cabina, encorvado y con la cabeza inclinada a un costado, apoyada en la pared. Lo habían envuelto en una manta. Tenía el rostro blanco como el papel y los ojos cerrados. Junto a él se sentaba un hwarhath.

—Nick —dijo ella, deteniéndose.

El alienígena que estaba junto a él levantó la vista brevemente y volvió a bajarla.

—Nicholas.

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