—Así es. Me gustaría saber exactamente en qué me he metido. ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? ¿Y qué ocurrirá con mi barca? ¿Acaso el enemigo, me refiero a los
—No voy a contestar a todas sus preguntas —aseguró la mujer—. Le hablaré de la barca. A estas alturas… —miró el reloj—, debería estar hundida.
—¿Qué?
—Lo único que encontrará el enemigo serán los restos de un naufragio; la barca estará demasiado hundida para sacarla. Si la localizan o la llevan a la superficie, ¿qué pruebas encontrarán? —miró a Gislason.
—Las de un incendio originado en la galera —respondió—. Una avería eléctrica en la cafetera. Las llamas llegaron a los tanques de combustible y… ¡bum!
—Hijo de puta —dijo Anna.
—No tiene motivos para creer que la madre del teniente Gislason es en modo alguno responsable de la actual conducta de éste —puntualizó la mujer—. El enemigo no encontrará ningún cadáver, por supuesto. En el mar ocurren esas cosas. La corriente se los lleva. ¿Quién sabe adónde van a parar? Aunque siempre es posible que los cadáveres aparezcan tiempo después.
—¿Qué? —preguntó Anna.
—Un cadáver —dijo la mujer en tono tranquilizador—. No el suyo, por supuesto. El de Sanders. Preferiríamos conservarlo vivo. Sin embargo, debería ser posible conseguir la mayor parte de la información en una semana, o dos, o tres. Después de eso, podríamos liquidarlo, si resulta necesario.
¿Quién era aquella persona? Anna pensó rápidamente en los monstruos famosos de los dos últimos siglos. Nadie había demostrado con certeza que el doctor Menguele hubiese muerto. Pero al cabo de ciento noventa años… Y el coronel Peterson estaba enterrado bajo un monumento de granito negro, después de haber dedicado su vida (como decía la inscripción) a la causa de la salud pública de Estados Unidos.
—Él reaparecerá sólo si los
Caray, realmente disfrutaba con la idea del asesinato; se le notaba en la voz; y también disfrutaba con la idea de aterrorizar a Anna Pérez.
—Si podemos quitárnoslos de encima, si están dispuestos a creer en el accidente, usted y Sanders abandonarán el planeta. Pero no lo harán hasta pasado un tiempo. Mientras tanto, Anna… ¿puedo llamarla así?… está obligada a permanecer en Camp Freedom.
—¿Hay que tomar en serio ese nombre?
—Es el único lugar del planeta donde estamos a salvo de la vigilancia del enemigo. —La mujer hizo una pausa—. Y libres de las interferencias de los civiles. Sí, Anna, el nombre puede tomarse en serio. —Se puso de pie. Anna pudo ver entonces los pantalones de corte marinero que completaban el traje—. La acompañaré a su habitación.
Dejaron a Gislason en el despacho. La mujer la condujo pasillo abajo. Sonaba otra canción, una que Anna no conocía. La música seguía demasiado alta y sin embargo ella seguía sin entender las palabras, aunque tuvo la impresión de que eran en inglés.
Se desviaron por un pasillo lateral. El volumen del ruido disminuyó un poco.
—Por aquí —dijo la mujer y abrió una puerta.
Otra habitación absolutamente corriente. Tenía el aspecto de un dormitorio. Una mesa, una silla, una cómoda, una cama, una segunda puerta que conducía a un pequeño cuarto de baño. Sin ventanas, por supuesto.
—En el cuarto de baño encontrará toallas, junto con los artículos de primera necesidad: cepillo de dientes, peine, y todo eso. En la cómoda tiene ropa de recambio. En la mesa hay un ordenador. Le he pedido la cena, verduras al curry con arroz. Me temo que toda nuestra comida es vegetariana. Espero que no le importe.
Se sorprendió respondiendo:
—No, por supuesto que no. Casi nunca como carne.
—Fantástico. —La mujer sonrió—. La puerta estará cerrada con llave. La verdad es que no queremos que se vaya a pasear por el campo. Por favor, entre.
Anna lo hizo sin protestar, luego se volvió y abrió la boca. La puerta se cerró. Oyó el chasquido de la cerradura.
Se sentó en la cama. Era una prisionera, retenida por personas que habían destruido deliberadamente la única barca de investigación existente en un radio de varios años luz, propiedad del gobierno que les daba empleo. ¿Qué clase de malditos criminales eran?
Asesinos, decidió un instante después. Sin duda eso explicaba por qué Nicholas parecía tan asustado. Seguramente él lo sabía.
Ella había hecho lo que correspondía al enviar el mensaje.
¿Y si no llegaba? ¿Y si nadie hacía nada? Se echó el pelo hacia atrás y se frotó la cara. Sentía los músculos tensos. ¿Y si el servicio de información militar se enteraba de la existencia del mensaje? Ahora se daba cuenta de que eso era posible, tal vez incluso probable.