Ahora te diré por qué. Cuando llegamos sirvió dos vasos de aguardiente y se sentó a la mesa y sacó unas cartas. Te voy a echar las cartas, me dijo. En unas cajas encontré muchos libros. Recuerdo que cogí las obras completas de Novalis y la
– Fui soldado -le dije.
– En la guerra estuvieron a punto de matarte varias veces, aquí está escrito, pero tú no mataste a nadie, lo cual tiene mérito -dijo la vieja.
¿Tanto se me nota?, pensé. ¿Tanto se me nota que soy un asesino? Por supuesto, yo no me sentía un asesino.
– Te recomiendo que te cambies de nombre -dijo la vieja-.
Hazme caso. Yo fui la adivina de muchos jefazos de las SS y sé lo que digo. No cometas la estupidez típica de las novelas policiacas inglesas.
– ¿A qué te refieres? -le dije.
– A las novelas policiacas inglesas -dijo la vieja-, al imán de las novelas policiacas inglesas que primero infectó a las novelas policiacas norteamericanas y luego a las novelas policiacas francesas y alemanas y suizas.
– ¿Y cuál es esa estupidez? -le pregunté.
– Un dogma -dijo la vieja-, un dogma que se puede resumir con estas palabras: el asesino siempre vuelve al lugar del crimen.
Me reí.
– No te rías -dijo la vieja-, hazme caso a mí, que soy de las pocas personas de Colonia que verdaderamente te aprecian.
Dejé de reírme. Le dije que me vendiera la
– Te los puedes quedar, cada vez que vengas a verme te puedes quedar con dos libros -dijo-, pero ahora presta atención a algo mucho más importante que la literatura. Es necesario que te cambies de nombre. Es necesario que no vuelvas nunca más al lugar del crimen. Es necesario que rompas la cadena. ¿Me entiendes?
– Algo entiendo -le dije, aunque en realidad sólo había entendido, y muy gozosamente, la oferta de los libros.
Después la vieja me dijo que mi madre vivía y que cada noche pensaba en mí y que mi hermana vivía y que cada mañana y cada tarde y cada noche soñaba conmigo y que mis zancadas, como las zancadas de un gigante, resonaban en la bóveda craneal de mi hermana. De mi padre no dijo nada.
Y luego empezó a amanecer y la vieja dijo:
– He oído cantar a un ruiseñor.
Y luego me pidió que la siguiera hasta una habitación, la que estaba llena de ropa, como la habitación de un ropavejero, y hurgó entre los montones de ropa hasta volver a aparecer, victoriosa, con una chaqueta de cuero negro, y me dijo:
– Esta chaqueta es para ti, te ha estado esperando todo este tiempo, desde que murió su anterior dueño.
Y yo cogí la chaqueta y me la probé y efectivamente parecía hecha expresamente para mí.
Posteriormente Reiter le preguntó a la vieja quién había sido el anterior propietario de la chaqueta, pero sobre este punto las respuestas de la vieja eran contradictorias y vagas.
Una vez le dijo que había pertenecido a un esbirro de la Gestapo y otra vez le dijo que había sido de un novio suyo, un comunista muerto en un campo de concentración, e incluso en cierta ocasión le dijo que el anterior dueño de la chaqueta fue un espía inglés, el primero (y el único) espía inglés que había saltado en paracaídas en las cercanías de Colonia durante el año de 1941, para hacer una exploración sobre el terreno para una futura sublevación de los ciudadanos de Colonia, algo que a los propios ciudadanos de Colonia que tuvieron la oportunidad de escucharlo les pareció una barbaridad, pues Inglaterra por entonces estaba perdida, a juicio de los ciudadanos de Colonia y de los ciudadanos de toda Europa, y aunque este espía, según la vieja, no era inglés sino escocés, nadie se lo tomó en serio, más aún cuando los pocos que tuvieron oportunidad de conocerlo lo vieron beber (lo hacía como un cosaco aunque su aguante ante el alcohol era admirable, se le ponían los ojos turbios y miraba de reojo las piernas de las mujeres, pero mantenía cierta coherencia verbal y una especie de elegancia fría que a los honrados y antifascistas ciudadanos de Colonia que lo trataron les parecía un rasgo propio de un carácter temerario y audaz, sin por ello resultar menos encantador), en fin, que en 1941 no estaba el horno para bollos.