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En la mente fantasiosa y siempre presta al desvarío de Ingeborg la víctima no podía ser otra que aquel Hugo Halder, el antiguo inquilino de su casa berlinesa. Al preguntárselo, Reiter se rió. No, no, Hugo Halder era su amigo. Luego se quedaron callados largo rato y los restos de comida parecieron congelarse sobre la mesa. Finalmente Ingeborg le preguntó si estaba arrepentido y Reiter hizo una señal con la mano que podía significar cualquier cosa. Después dijo:

– No.

Y añadió tras un largo intervalo: a veces sí y a veces no.

– ¿Lo conocías? -susurró Ingeborg.

– ¿A quién? -dijo Reiter como si lo despertaran.

– A la persona que mataste.

– Sí -dijo Reiter-, vaya si lo conocía, dormía a mi lado, muchas noches, y no paraba de hablar.

– ¿Era una mujer? -susurró Ingeborg.

– No, no era una mujer -dijo Reiter, y se rió-, era un hombre.

Ingeborg también se rió. Después se puso a hablar sobre la atracción que sienten algunas mujeres por los asesinos de mujeres.

El prestigio de los asesinos de mujeres entre las putas, por ejemplo, o entre las mujeres dispuestas a amar hasta los límites.

Para Reiter esas mujeres eran unas histéricas. Para Ingeborg, por el contrario, esas mujeres, que decía conocer, sólo eran jugadoras, más o menos como los jugadores de cartas que acaban suicidándose de madrugada o como los asiduos a los hipódromos que acaban suicidándose en cuartos de pensiones baratas u hoteles perdidos en callejones frecuentados únicamente por gángsters o por chinos.

– En ocasiones -dijo Ingeborg-, cuando estamos haciendo el amor y tú me coges del cuello, he llegado a pensar que eras un asesino de mujeres.

– Nunca he matado a una mujer -dijo Reiter-. Ni se me ha pasado por la cabeza.

No volvieron a hablar del asunto hasta una semana después.

Reiter le dijo que era posible que la policía norteamericana y también la policía alemana lo estuvieran buscando o que su nombre figurara en una lista de sospechosos. El tipo al que había matado, le dijo, se llamaba Sammer y era un asesino de judíos.

Entonces tú no has cometido ningún crimen, quiso decirle ella, pero Reiter no la dejó.

– Todo esto ocurrió en un campo de prisioneros -dijo Reiter -. No sé quién se pensó Sammer que yo era, pero no paraba de contarme cosas. Estaba nervioso porque la policía norteamericana lo iba a interrogar. Por precaución, se había cambiado el nombre. Se hacía llamar Zeller. Pero yo no creo que la policía norteamericana buscara a Sammer. Tampoco buscaba a Zeller.

Para los norteamericanos Zeller y Sammer eran dos ciudadanos alemanes fuera de toda sospecha. Los norteamericanos buscaban criminales de guerra con un cierto prestigio, gente de los campos de exterminio, oficiales de las SS, peces gordos del partido.

Y Sammer sólo era un funcionario sin mayor importancia.

A mí me interrogaron. Me preguntaron qué sabía de él, si él me había hablado de enemigos entre los otros prisioneros. Yo dije que no sabía nada, que Sammer sólo hablaba de su hijo muerto en Kursk y de las jaquecas que padecía su mujer. Me miraron las manos. Eran policías jóvenes y no tenían demasiado tiempo que perder en un campo de prisioneros. Pero no quedaron muy convencidos. Anotaron mi nombre en sus cuadernos y volvieron a interrogarme. Me preguntaron si había sido miembro del Partido Nacionalsocialista, si conocía a muchos nazis, a qué se dedicaba mi familia y dónde vivían. Intenté ser sincero y di respuestas claras. Les pedí que me ayudaran a encontrar a mis padres. Después el campo de prisioneros empezó a vaciarse a medida que llegaban nuevos huéspedes. Pero yo seguía adentro. Un compañero me dijo que la vigilancia era sólo nominal. Los soldados negros tenían otras cosas en la cabeza y no se preocupaban mayormente de nosotros. Una mañana, durante un trasvase de prisioneros, me colé y salí sin ningún problema.

Durante un tiempo estuve vagando por diversas ciudades.

Estuve en Coblenza. Trabajé en las minas que comenzaban a reabrir. Pasé hambre. Tenía la impresión de que el fantasma de Sammer estaba pegado a mi sombra. Pensé en cambiar yo también de nombre. Finalmente llegué a Colonia y pensé que cualquier cosa que a partir de entonces me pudiera pasar ya me había pasado antes y que era inútil seguir arrastrando la sombra infecta de Sammer. Una vez me detuvieron. Fue después de una trifulca en el bar. Llegaron los PM y nos llevaron a unos cuantos a la comisaría. Buscaron mi nombre en un dossier, pero no encontraron nada y me dejaron ir.

Por aquellos días conocí a una vieja que vendía cigarrillos y flores en el bar. Yo a veces le compraba uno o dos cigarrillos y nunca le puse problemas para que entrara. La vieja me dijo que durante la guerra había sido adivina. Una noche me pidió que la acompañara a su casa. Vivía en la Reginastrasse, en un piso grande pero tan lleno de objetos que apenas se podía caminar. Una de las habitaciones parecía el almacén de una tienda de ropa.

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