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Durante los tres meses que siguieron Reiter se las arregló para pasar la mayor parte de su tiempo junto a Ingeborg. Consiguió frutas y verduras en el mercado negro. Consiguió libros para que ella leyera. Cocinó e hizo el aseo de la buhardilla que compartían. Leyó libros de medicina y buscó remedios de todo tipo. Una mañana aparecieron por la casa las dos hermanas y la madre de Ingeborg. La madre hablaba poco y tenía un trato correcto, pero las hermanas, una de dieciocho años y la otra de dieciséis, sólo pensaban en salir y en conocer los lugares más interesantes de la ciudad. Un día Reiter les dijo que el lugar más interesante de Colonia, precisamente, era su buhardilla y las hermanas de Ingeborg se rieron. Reiter, que sólo reía cuando estaba con Ingeborg, también se rió. Una noche se las llevó al trabajo. Hilde, la de dieciocho, miraba a las putas que recalaban en el bar con un aire de superioridad, pero aquella noche se marchó con dos jóvenes tenientes americanos y no volvió hasta bien entrado el día siguiente, ante la alarma de su madre que acusó a Reiter de trabajar de alcahuete.

La enfermedad, por otra parte, había agudizado la apetencia sexual de Ingeborg pero la buhardilla era pequeña y todos dormían en la misma habitación, lo que cohibía a Reiter cuando volvía de su trabajo a las cinco o las seis de la mañana e Ingeborg le exigía que le hiciera el amor. Cuando trataba de explicarle que con casi total seguridad su madre los oiría, pues no estaba sorda, Ingeborg se enfadaba y decía que ya no la deseaba.

Una tarde la hermana menor, Grete, la de dieciséis, se llevó a Reiter a dar un paseo por las manzanas destruidas del barrio y le dijo que su hermana había sido visitada por varios psiquiatras y neurólogos en Berlín y que todos terminaron dando un diagnóstico de locura.

Reiter la miró: se parecía a Ingeborg pero estaba más rellenita y era más alta. De hecho, era tan alta y tenía una pinta tan atlética que parecía una lanzadora de jabalina.

– Nuestro padre fue nazi -le dijo la hermana-, e Ingeborg también, durante aquel tiempo, era nazi. Pregúntaselo. Estuvo con las Juventudes Hitlerianas.

– ¿Así que, según tú, está loca? -dijo Reiter.

– Loca de atar -dijo la hermana.

Poco después, Hilde le dijo a Reiter que Grete estaba empezando a enamorarse de él.

– ¿Así que, según tú, Grete está enamorada de mí?

– Enamorada hasta el delirio -dijo Hilde poniendo los ojos en blanco.

– Qué interesante -dijo Reiter.

Un amanecer, después de llegar silenciosamente a casa procurando no despertar a ninguna de las cuatro mujeres que dormían, Reiter se metió en la cama y se pegó al cuerpo caliente de Ingeborg y se dio cuenta en el acto de que Ingeborg tenía fiebre y los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió que se mareaba, pero tan paulatinamente que la sensación no era del todo desagradable.

Luego notó que la mano de Ingeborg cogía su verga y lo masturbaba y con su mano levantó el camisón de Ingeborg hasta la cintura y buscó su clítoris y comenzó a su vez a masturbarla, pensando en otras cosas, en su novela, que avanzaba, en los mares de Prusia y en los ríos de Rusia y en los monstruos benéficos que moraban en las profundidades de la costa de Crimea, hasta que junto a su mano sintió la mano de Ingeborg que se introducía dos dedos en la vagina y luego untaba con esos dedos la entrada de su culo y le pedía, no, le ordenaba, que la penetrara, que la sodomizara, pero ya, en el acto, sin mayor dilación, cosa que Reiter hizo sin pensárselo dos veces ni medir las consecuencias de lo que hacía, pues bien sabía él cómo reaccionaba Ingeborg cuando la enculaba, pero aquella noche su voluntad funcionaba como la voluntad de un hombre dormido, incapaz de prever nada y sólo atento al instante, y así, mientras follaban e Ingeborg gemía, vio levantarse de un rincón no una sombra sino un par de ojos de gato, y los ojos se alzaron y quedaron flotando en la oscuridad, y luego otro par de ojos se alzó y se instaló en la penumbra, y escuchó que Ingeborg les ordenaba a los ojos, con la voz enronquecida, que se acostaran, y entonces Reiter notó que el cuerpo de su mujer se ponía a sudar y él también se puso a sudar y pensó que eso era bueno para la fiebre, y cerró los ojos y siguió acariciando con la mano izquierda el sexo de Ingeborg y cuando abrió los ojos vio cinco pares de ojos de gato flotando en la oscuridad, y aquello sí que le pareció una señal inequívoca de que estaba soñando, pues tres pares de ojos, los de las hermanas y los de la madre de Ingeborg, tenían cierta lógica, pero cinco pares de ojos escapaban de cualquier coherencia espacio temporal, a no ser que cada una de las hermanas hubiera invitado aquella noche a un respectivo amante, lo que tampoco entraba dentro de sus previsiones ni era factible o creíble.

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