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Una mañana Reiter e Ingeborg hicieron el amor. La muchacha estaba afiebrada y sus piernas, debajo del camisón, le parecieron a Reiter las piernas más hermosas que había visto en su vida. Ingeborg acababa de cumplir veinte años y Reiter tenía veintiséis. A partir de entonces empezaron a follar a diario.

A Reiter le gustaba hacerlo sentado junto a la ventana y que Ingeborg se sentara encima de él y hacer el amor mirándose a los ojos o mirando las ruinas de Colonia. A Ingeborg le gustaba hacerlo en la cama, en donde lloraba y se revolvía y se corría seis o siete veces, con las piernas encima de los hombros huesudos de Reiter, a quien llamaba cariño, mi amante, mi hombre, dulzura mía, palabras que a Reiter lo sonrojaban, pues esas expresiones le parecían más bien cursis y por aquella época le había declarado la guerra a la cursilería y al sentimentalismo y a la blandenguería y a lo afectado y a lo recargado y a lo artificioso y a lo ñoño, pero no decía nada, ya que el desconsuelo que adivinaba en los ojos de Ingeborg, y que el placer no podía borrar del todo, lo inmovilizaba como si él, Reiter, fuera un ratón y acabara de caer en una trampa.

Por supuesto, solían reírse, aunque no siempre de lo mismo.

A Reiter, por ejemplo, le hacía mucha gracia el vecino brandenburgués cayendo por el hueco de la escalera. Ingeborg decía que el brandenburgués era una buena persona, siempre con una palabra amable en los labios, y además no podía olvidar las flores que le regalaba. Reiter entonces le advertía que no había que fiarse de las buenas personas. La mayoría de ellos, decía, son criminales de guerra que merecían ser colgados en la vía pública, una imagen que a Ingeborg le causaba escalofríos.

¿Cómo podía una persona que cada día conseguía una flor para ponerse en el ojal ser un criminal de guerra?

Lo que suscitaba la hilaridad de Ingeborg, por el contrario, eran cosas o situaciones de apariencia más abstracta. A veces Ingeborg se reía de los dibujos que la humedad trazaba en las paredes de la buhardilla. Sobre el yeso o el revoque veía largas hileras de camiones salir de una especie de túnel, al que ella llamaba, sin ningún motivo, el túnel del tiempo. Otras veces se reía de las cucarachas que cada cierto tiempo entraban en la casa. O de los pájaros que observaban Colonia posados en los artesonados ennegrecidos de los edificios más altos. A veces incluso se reía de su propia enfermedad, una enfermedad sin nombre (eso le causaba mucha risa), que los dos médicos a los que había ido, uno de ellos cliente del bar donde trabajaba Reiter y el otro un viejo de pelo blanco y barba blanca y voz enérgica y teatral, al que Reiter pagaba las visitas con botellas de whisky, una por visita, y que probablemente, según Reiter, era criminal de guerra, diagnosticaron de forma vaga, a medio camino entre una enfermedad nerviosa y una pulmonar.

Por lo demás, pasaban muchas horas juntos, a veces hablando de los temas más peregrinos, a veces Reiter sentado a la mesa escribiendo en un cuaderno de tapas de color caña su primera novela e Ingeborg estirada en la cama, leyendo. El aseo de la casa lo solía hacer Reiter, así como también las compras, e Ingeborg se ocupaba de cocinar, algo que se le daba bastante bien. Las conversaciones de sobremesa eran extrañas y en ocasiones se convertían en largos monólogos o en soliloquios o en confesiones.

Hablaban de libros, de poesía (Ingeborg le preguntaba a Reiter por qué no escribía poesía y Reiter le contestaba que toda la poesía, en cualquiera de sus múltiples disciplinas, estaba contenida o podía estar contenida, en una novela), de sexo (habían hecho el amor de todas las maneras posibles, o eso creían, y teorizaban sobre nuevas maneras pero sólo hallaban la muerte), y de la muerte. Cuando la vieja dama hacía su aparición, generalmente ya habían acabado de comer y la conversación languidecía, mientras Reiter, con aires de gran señor prusiano, había encendido un cigarrillo e Ingeborg pelaba, con un cuchillo de hoja corta y mango de madera, una manzana.

También: el diapasón de sus voces bajaba entonces hasta convertirse en un murmullo. En cierta ocasión Ingeborg le preguntó si él había matado a alguien. Tras pensárselo un momento, Reiter contestó afirmativamente. Durante unos segundos, que se prolongaron más de lo debido, Ingeborg lo miró fijamente:

los labios descarnados, el humo que subía por el saliente de sus pómulos, los ojos azules, el pelo rubio y no muy limpio y tal vez necesitado de un corte, las orejas de adolescente campesino, la nariz que, en contraposición a las orejas, era prominente y noble, la frente de Reiter por la que parecía desplazarse una araña. Unos segundos antes ella hubiera podido creer que Reiter había matado a alguien, a cualquiera, durante la guerra, pero tras mirarlo tuvo la certeza de que él se refería a otra cosa. Le preguntó a quién había matado.

– A un alemán -dijo Reiter.

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