—¡Oh, blanca Afrodita, emergida del océano! El rayo divino rozó tu mano… — empezó a recitar y se ahogó de risa —. Lo he clavado… ¿verdad, Kelvin? — gimió mientras tosía.
Yo seguía sereno, pero era un sosiego a punto de convertirse en cólera fría.
—¡Para! — silbé —. ¡Para y sal!
— ¿Me estás echando? ¿Tú también? ¿Te estás dejando crecer la barba y me estás echando? ¿Ya no necesitas mis advertencias, mis consejos de compañero estelar? Kelvin, abramos las trampillas del fondo, le gritaremos, dirigiéndonos hacia abajo; quizás nos escuche. ¿Pero cómo se llama? Piénsalo, hemos bautizado a todas las estrellas y planetas, aunque puede que tuvieran ya un nombre. ¡Eso es usurpación! Escucha, vayamos para allá. Gritaremos… Le diremos en lo que nos ha convertido y se asustará… Nos construirá simetriadas plateadas y rezará por nosotros en su lengua matemática, nos arrojará encima ángeles sangrientos y su martirio y su miedo se convertirán en nuestro martirio y nuestro miedo, nos implorará que aceleremos su final. Todo lo que es y lo que hace es una súplica en ese sentido. ¿Por qué no te ríes? Solo estoy bromeando. Tal vez si nosotros, como raza, hubiéramos tenido más sentido del humor, esto no habría ocurrido. ¿Sabes qué pretende Sartorius? Quiere castigar al océano, quiere que grite a través de todas sus montañas. ¿Crees que no se atreverá a presentar su plan a la aprobación de aquel areópago esclerótico que nos envió aquí en calidad de redentores de pecados ajenos? Tienes razón, se acobardará, pero solo por culpa del sombrerito. Nuestro Fausto no es tan valiente como para confesar lo del sombrerito.
Yo no decía nada. Snaut se tambaleaba cada vez más, las lágrimas corrían por su cara y goteaban sobre su ropa.
— ¿Quién lo ha hecho? ¿Quién nos ha hecho esto? ¿Fue Gibarian? ¿Giese? ¿Einstein? ¿Platón? Eran todos unos delincuentes, ¿sabes? Piensa que, en el interior de un cohete, el ser humano puede estallar como una burbuja, o solidificarse, o cocerse, o vaciarse de sangre tan rápido que no le dé tiempo ni a gritar; después, los huesecillos golpearán las paredes de chapa, mientras dan vueltas por las órbitas de Newton corregidas por Einstein; ¡son los sonajeros del progreso! Nosotros acudimos sin protestar, porque es un camino precioso; por fin hemos llegado y nos hemos realizado, aquí, en estas celdas, sobre estos platos, entre friegaplatos inmortales, rodeados de un ejército de fieles armarios y devotas tazas de WC. Míralo, Kelvin. De no haber estado borracho, no te estaría diciendo esto, pero al fin y al cabo alguien debía hacerlo. ¿A que alguien tenía que decírtelo? Estás aquí sentado, como un niño en el matadero, y te dejas crecer el pelo… ¿Quién tiene la culpa? Respóndete tú mismo…
Se dio la vuelta despacio y salió, agarrándose del marco de la puerta para no caerse; nos llegó el eco de sus pasos por el pasillo. Evitaba la mirada de Harey, pero nuestros ojos se cruzaron. Quería acercarme a ella, abrazarla, acariciar su pelo, pero no pude. No pude.
ÉXITO
Las siguientes tres semanas parecieron ser el mismo día que se repetía una y otra vez, siempre igual: las contraventanas bajaban y subían, de noche salía de una pesadilla para, arrastrándome, entrar en otra y allí empezaba el juego. ¿Pero se trataba de un juego? Fingía estar tranquilo, y Harey también; aquel tácito acuerdo, la conciencia del engaño mutuo era nuestra última escapatoria. Hablábamos mucho de cómo viviríamos en la Tierra, de nuestra casa en las afueras de una gran ciudad, de que nunca más abandonaríamos el cielo azul y los árboles verdes; nos recreábamos en la decoración de nuestro futuro hogar, con su jardín, e incluso llegamos a pelearnos por los detalles del seto, o por el banco. ¿Me lo creí, aunque fuera por un segundo? No. Sabía que era imposible. Lo sabía. Aunque pudiese abandonar viva la Estación, en la Tierra únicamente podían aterrizar seres humanos y un ser humano tiene papeles. El primer control acabaría con aquella fuga. Intentarían identificarla, así que, para empezar, nos separarían y aquello la delataría inmediatamente. La Estación era el único lugar donde podríamos vivir juntos. ¿Lo sabía Harey? Seguro que sí. ¿Alguien se lo había dicho? A la luz de cuanto ocurrió, sospecho que sí.
Una noche, escuché cómo Harey se levantaba sigilosamente. Tenía ganas de abrazarla. Ahora, el silencio y la oscuridad eran lo único que podía liberarnos por un momento, y ese olvido convertía la desesperación que nos cercaba en un descanso de la tortura diaria. No se debió de fijar en que me había despertado. Antes de que me diera tiempo a alargar el brazo, se bajó de la cama. Escuché, aún medio dormido, las pisadas de sus pies descalzos. Un pavor indefinido se apoderó de mí.
— ¿Harey? — susurré. Tenía ganas de gritar, pero no me atreví. Me senté sobre la cama. La puerta del pasillo estaba entornada. Una aguja de luz atravesaba el camarote. Me pareció escuchar voces ahogadas. ¿Estaría hablando con alguien? ¿Con quién?