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No recuerdo con exactitud lo que pasó después. Debí de recorrer la Estación medio desnudo, recuerdo que incluso eché un vistazo al interior de la cámara frigorífica; después, al último almacén, golpeando con las manos la puerta corredera. Puede que incluso pasara varias veces por allí. La escalera retumbaba, me caía, me levantaba, corría de un lado a otro, hasta que llegué a la barrera de cristal; detrás estaba la salida al exterior: una doble puerta acorazada. La empujé con todas mis fuerzas, pidiendo a gritos que ojalá se tratara de un sueño. Había alguien que llevaba un rato a mi lado, sacudiéndome y tirando de mí. Al poco, me encontré en el pequeño taller, con la camisa empapada de agua fría, el pelo pegado, la nariz y la lengua abrasados por alcohol de noventa grados. Estaba tumbado sobre una superficie fría, metálica, mientras Snaut, con sus manchados pantalones de tela, se afanaba en el interior del botiquín, tirando cosas y haciendo un ruido espantoso con el instrumental y los recipientes.

De pronto, lo vi justo delante; me miraba a los ojos, atento y encorvado.

— ¿Dónde está ella?

— No está.

— Pero, pero, Harey…

— Harey ya no está —dijo despacio, con claridad, acercando su cara a la mía, como si me hubiera propinado un golpe y ahora estuviera observando sus consecuencias.

— Volverá… —susurré mientras cerraba los ojos. Y por primera vez, de verdad no tuve miedo de ella. No temía su regreso espectral. ¡No entendía cómo podía haberme asustarme antes!

— Bébete esto.

Me acercó un vaso de líquido caliente. Lo examiné y se lo escupí a la cara. Retrocedió, limpiándose los ojos. Cuando los abrió, se encontró conmigo delante. Era tan pequeño.

—¡¿Fuiste tú?!

—¡¿De qué estás hablando?!

— No mientas, lo sabes perfectamente. ¿Fuiste tú quien habló con ella aquella noche? ¿Quién la obligó a darme el somnífero? ¡¿Qué le has hecho?! ¡Di!

Se palpó el pecho. Sacó un sobre arrugado. Se lo arranqué de las manos. Estaba cerrado. Ningún destinatario. Desgarré el papel y un folio plegado en cuatro cayó de su interior al suelo. La letra era grande, un tanto infantil, dispuesta en renglones desiguales. La reconocí.

Mi amor, fui yo quien se lo pidió. Él es buena persona. Siento muchísimo haber tenido que mentirte, pero no había otra manera. Puedes hacer una última cosa por mí: hazle caso y no te hagas daño. Has sido maravilloso.

Debajo había una palabra tachada, pero conseguí leerla: había escrito «Harey» y después lo había tachado; quedaba una letra, una H o una K, convertida en una mancha. Leí la carta una y otra vez. Y otra más. Estaba ya demasiado sobrio como para ponerme histérico, no podía llorar, ni siquiera era capaz de emitir ningún sonido.

— ¿Cómo? — susurré —. ¿Cómo?

— Ahora no, Kelvin. Sé fuerte.

— Estoy siendo fuerte. Habla. ¿Cómo?

— Por aniquilación.

— Pero ¿cómo? ¡¿Y el aparato?! — Me levanté.

— El aparato de Roche era inservible. Sartorius construyó otro, un desestabilizador especial. De tamaño pequeño y que solo funciona en un radio de pocos metros.

— ¿Qué le ha pasado?

— Ha desaparecido. Un destello y un soplo. Un soplo leve. Nada más.

— ¿Dices que funciona en un pequeño radio?

— Sí, no disponíamos de suficiente material para construir uno más grande.

De repente, las paredes se me empezaron a caer encima. Cerré los ojos.

— Dios mío… ella volverá, sí, volverá…

— No.

— ¿Cómo que no?

— No, Kelvin. ¿Recuerdas aquellas espumas? Desde entonces, ya no han vuelto.

— ¿Ya no?

— No.

— La has matado — dije en voz baja.

— Sí. Tú, en mi lugar, ¿no lo habrías hecho?

Me levanté precipitadamente y empecé a caminar cada vez más rápido. Entre la pared y el rincón, ida y vuelta. Nueve pasos. Media vuelta. Nueve pasos.

Me detuve frente a él.

— Escucha, vamos a mandar el informe. Pediremos conexión directa con el Consejo. Se puede hacer. Estarán de acuerdo. Tienen que hacerlo. El planeta será excluido de la Convención de los Cuatro. Todos los medios estarán permitidos. Traeremos generadores de antimateria. ¿Crees que puede existir algo que se resista a la antimateria? ¡No hay nada! ¡Nada! ¡Nada! — grité triunfalmente, cegado por las lágrimas.

— ¿Quieres destruirlo? — preguntó —. ¿Por qué?

— Sal. ¡Déjame!

— No me iré.

—¡Snaut!

Lo estaba mirando a los ojos. «No», dijo moviendo la cabeza.

— ¿Qué quieres? ¿Qué quieres de mí?

Retrocedió hacia la mesa.

— Está bien. Enviaremos el informe.

Me di media vuelta y seguí caminando.

— Siéntate.

— Déjame en paz.

— Hay dos cosas. La primera son los hechos. La segunda, nuestras exigencias.

— ¿Tenemos que hablar de eso ahora?

— Sí, ahora.

— No quiero. ¿Entiendes? No me importa en absoluto.

— La última vez que enviamos un comunicado fue antes de que muriera Gibarian. Hace más de dos meses. Deberíamos describir con exactitud de qué manera transcurrió la aparición de…

— ¿Vas a seguir? — Lo zarandeé.

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