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Esa era la primera imagen, el principio del que surgía el sueño. Algo a mi alrededor aguardaba mi consentimiento, mi permiso, un gesto interior de aprobación; y yo sabía, o más bien, algo en mi interior sabía que no debía someterme a la incomprensible tentación, porque cuanto más me comprometía, sin decir nada, tanto peor sería el desenlace. En realidad, no lo sabía porque en tal caso, supongo, hubiera tenido miedo y jamás lo tuve. Seguí esperando. Algo emergió por primera vez de la niebla rosa que me rodeaba y me tocaba y yo, inerte como un tronco, totalmente inmovilizado en mi encierro, no podía ni retroceder, ni moverme, y aquello, ciego y vidente a la vez, palpaba las paredes de mi prisión, convirtiéndose en una especie de mano que me iba creando; hasta ese momento, yo no tenía ojos y, de pronto, ya veía; de los dedos que recorrían a ciegas mi cara nacían de la nada los labios, las mejillas y, a medida que aquel tacto, fraccionado en incontables fragmentos, se expandía, fui teniendo una cara y un torso que respiraba, llamados a la vida mediante aquel simétrico acto de creación: porque yo, a la vez que era creado, era también creador; y así aparecía una cara que no había visto nunca, ajena y familiar; intentaba mirarla a los ojos, pero no lo conseguía porque las proporciones seguían siendo distintas; no existían las direcciones y tan solo en medio de una silenciosa oración nos estábamos descubriendo y haciendo; yo ya era yo, pero multiplicado, como si no tuviera límites y aquel ser, ¿una mujer? permanecía junto a mí, inmovilizado. Nos animaba el pulso palpitante y éramos uno, pero de pronto, en la lentitud de aquella escena, fuera de la cual nada existía y, de alguna manera, no podía existir, algo indescriptiblemente cruel se introducía, imposible y contrario a la naturaleza. El mismo tacto que nos había creado, y que se había adherido a nuestros cuerpos como un manto dorado, empezaba a hormiguear. Nuestros cuerpos, desnudos y blancos, se ennegrecían mientras nadaban en un arroyo de repugnantes insectos que se retorcían y que exhalábamos como si fueran aire; y yo era, éramos, una reluciente masa entrelazada desatándose, una masa de lombrices en movimiento, imperecedera, inacabada y, en medio del infinito, ¡no! yo, el infinito, aullaba, en silencio, clamando porque aquello se apagara, clamando por el final; pero en ese momento, empecé a dispersarme en todas direcciones y mi sufrimiento se multiplicó por cien, más auténtico que en la realidad, concentrado en lejanías negras y rojas, solidificado como una roca o culminando a la luz de otro sol o de otro mundo.

Entre todos los sueños, ese era el más sencillo, no soy capaz de contar los demás, porque las fuentes del mal que de ellos brotaban no tenían equivalente alguno en mi consciente en alerta. Mientras soñaba, no sabía de la existencia de Harey, pero tampoco conseguía dar con recuerdos o experiencias de mi vida.

Tuve también otros sueños en los que, en medio de la solidificada y muerta oscuridad, creía estar en el centro de laboriosos y lentos experimentos que no se servían de ninguna herramienta de investigación; me atravesaban, me desmenuzaban, me olvidaba de todo hasta sentir el vacío absoluto; el colofón de aquellos silenciosos y aniquiladores intercambios era el miedo, cuyo recuerdo bastaba para acelerar, durante el día, mi corazón.

Los días, sin embargo, eran todos iguales, descoloridos, llenos de aburrida desgana hacia todo cuanto me rodeaba; se arrastraban soñolientos hacia la extrema indiferencia. Solo temía las noches y no sabía cómo escapar de ellas; me quedaba despierto junto a Harey, que nunca dormía, la besaba y la acariciaba, pero sabía que en realidad no se trataba ni de ella ni de mí; lo hacía todo por miedo al sueño y ella — pese a que no le hubiera dicho nada, ni una palabra sobre aquellas estremecedoras pesadillas— debía de sospechar algo porque, cuando se quedaba inmóvil, yo percibía en ella la conciencia de una constante humillación, pero no podía hacer nada por evitarlo. Ya he dicho que Snaut, Sartorius y yo apenas nos veíamos. Snaut daba señales de vida cada pocos días mediante una nota, pero sobre todo llamaba por teléfono. Me preguntaba si me había notado algún fenómeno nuevo, algún cambio que pudiera ser interpretado como respuesta al experimento tantas veces repetido. Yo respondía que no mientras me hacía la misma pregunta. Snaut se limitaba a negar con la cabeza desde el fondo de la pantalla.

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