El decimoquinto día tras el fin de los experimentos, me desperté antes que de costumbre agotado por la pesadilla, hasta el punto de que me pareció que abría los ojos tras una sesión de anestesia general. A la luz de los primeros rayos del sol rojo, que partía como un río de fuego púrpura la superficie del océano, vislumbré, a través de la ventana desnuda, cómo aquella planicie, hasta entonces inmóvil, se iba enturbiando disimuladamente. Su negrura empalideció en un primer momento, como protegida por una fina capa de niebla, pero su consistencia era muy real. En algunos puntos, aparecieron centros de ansiedad y, finalmente, un movimiento indefinido se extendió por todo el horizonte. El negro desapareció bajo una membrana con protuberancias rosa pálido y cavidades de color perla y marrón. Esos tonos, que formaban largos surcos de olas inmovilizadas sobre aquella extraña cortina que cubría el agua, se mezclaron entonces y el océano entero apareció cubierto por una espuma de pompas de considerable tamaño, que se elevaba en grandes placas, tanto por debajo de la Estación como en sus proximidades. De pronto, por todas partes empezaron a surgir nubes de espuma, que planeaban con alas membranosas y bordes ingentes, y que no se parecían en nada a las nubes que yo conocía. Algunas se superponían al bajo escudo del sol y, por contraste, cobraban una tonalidad negro azabache; otras en cambio, las más cercanas al sol, dependiendo del ángulo de los rayos del amanecer se volvían bermejas, con tonos cereza, amaranto; aquel proceso continuaba, como si el océano se estuviera descamando a capas sangrientas, descubriendo a ratos su negra superficie, cubriéndola, en otros momentos, con una pátina de espumas solidificadas. Algunas de esas criaturas pasaban muy cerca de las ventanas, a unos dos o tres metros; en una ocasión, una de ellas rozó el cristal con su piel, en apariencia, de terciopelo; mientras tanto, los primeros enjambres que se habían precipitado al espacio apenas se veían a lo lejos, como pájaros dispersos diluyéndose en el cénit.
La Estación se detuvo durante las aproximadamente tres horas que duró el espectáculo. Cuando el sol ya se había escondido tras el horizonte y el océano debajo de nosotros se había quedado a oscuras, miles de aquellas esbeltas siluetas doradas siguieron ascendiendo hacia el cielo, cada vez más y más alto, inmutables y livianas, navegando en formaciones de interminables filas, como si fueran cuerdas de un instrumento musical. La majestuosa ascensión de alas desgarradas duró hasta fundirse con la noche más negra.
Aquel fenómeno, sobrecogedor en su plácida inmensidad, espantó a Harey, pero no supe explicarle nada de lo que estaba viendo. Para mí, como solarista, también era algo nuevo e incomprensible, en la misma medida que para ella. Sin embargo, las formaciones no catalogadas pueden verse en Solaris con una frecuencia aproximada de dos o tres veces por año, y si uno tiene suerte, alguna más.