Pasaron dos días más y el experimento se repitió por última vez; las emisiones de rayos X se habían efectuado a lo largo de un buen tramo de la materia oceánica. Por el sur, aparecieron los Arrhénidos, perfectamente visibles desde nuestra elevada posición, pese a los trescientos metros que nos separaban: se trataba de una cadena de seis cumbres rocosas que parecían nevadas; en realidad, el efecto consistía en diferentes capas de procedencia orgánica, cuya presencia indicaba que aquella formación había pertenecido antaño al fondo del océano. Entonces cambiamos de rumbo hacia el noreste y avanzamos durante un tiempo en paralelo a la barrera montañosa mezclada con nubes, típicas de un día bermejo, hasta que aquellas también desaparecieron. Habían pasado ya diez días desde el primer experimento.
Durante ese periodo, nada interesante había ocurrido en el seno de la Estación; una vez que Sartorius hubo diseñado el programa del experimento, una máquina lo repetía de forma automática y ni siquiera estoy seguro de que hubiera alguien controlando su funcionamiento. Al mismo tiempo, en la Estación sucedían muchas más cosas de las esperadas. Aunque no entre nosotros. Temía que Sartorius exigiría que se reanudasen los trabajos del aniquilador; esperaba también la reacción de Snaut, después de que el primero le convenciera de que, en cierta medida, yo lo había engañando, exagerando el peligro que implicaba la desintegración de la materia de neutrinos. Sin embargo, nada de eso ocurrió, por razones que, al principio, resultaron del todo misteriosas para mí; por supuesto tenía en cuenta la posibilidad de que me hubieran tendido una trampa, de que me estuvieran ocultando los preparativos y sus propósitos; por eso, a diario, me pasaba por el cuarto en el que se guardaba el aniquilador, una habitación sin ventanas que había justo debajo del laboratorio principal. Nunca me encontré con nadie, pero la capa de polvo que cubría las corazas y los cables de los aparatos indicaban que no los habían tocado desde hacía muchas semanas.
Por aquel entonces, Snaut se había vuelto igual de invisible que Sartorius, pero mucho más inaccesible, dado que ni siquiera su visófono contestaba a las llamadas. Alguien tenía que estar dirigiendo los desplazamientos de la Estación, pero no puedo decir quién porque, aunque parezca extraño, tampoco me importaba en absoluto. La falta de respuesta del océano también me resultaba indiferente, hasta el punto de que, al cabo de dos o tres días, dejé de contar con ella, o de temerla: me olvidé por completo del experimento y de sus resultados. Me pasaba días enteros en la biblioteca, o en el camarote, con Harey, que vagabundeaba a mi vera como una sombra. Sabía que estábamos mal y que el estado de aquella apática e irreflexiva suspensión no podría alargarse indefinidamente. Debería haberme sobrepuesto, cambiar algo en nuestro trato, pero aplazaba ese momento, incapaz de tomar ninguna decisión; no sé explicarlo de otra manera, pero me parecía que todo dentro de la Estación, y en concreto lo que me unía a Harey, se hallaba en un inestable equilibrio, vertiginosamente acumulado, y que su ruptura podría arruinarlo todo. ¿Por qué? No lo sé. Lo más extraño era que ella también, al menos en parte, sentía algo parecido. Cuando ahora me pongo a pensar en ello, me parece que aquella sensación de inseguridad, de suspensión, o de sentir la llegada inminente de un terremoto, fue generada por una presencia imperceptible que llenaba todas las plantas y habitaciones de la Estación. Quizás a través de los sueños también se podría haber averiguado qué era. Dado que nunca antes había tenido semejantes visiones, ni las volvería a tener más adelante, decidí apuntar su contenido; gracias a ello puedo contar, no sin esfuerzo, algunos detalles, pero no son más que sobras que carecen de su tremenda riqueza original. En circunstancias prácticamente indescriptibles, me encontraba en medio de espacios desprovistos de cielo, de tierra, suelos, techos o paredes; estaba encorvado o aprisionado dentro de una sustancia desconocida, como si mi cuerpo estuviera enraizado en una pieza parcialmente muerta, inmóvil e informe; o bien, como si yo fuera ella, desprovisto de cuerpo, rodeado por unas manchas rosa pálido, al principio indescifrables, suspendidas en un centro de propiedades ópticas distintas a las del aire; había que acercarse para poder ver las cosas, incluso entonces demasiado grandes y sobrenaturales: en aquellos sueños, mi entorno más inmediato superaba en concreción y materialidad las experiencias de la realidad. Al despertarme, experimentaba la sensación paradójica de que aquella era la única realidad, la única verdadera, y que lo que veía aquí, después de abrir los ojos, no era más que su pálida sombra.