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El análisis de Muntius — el «hereje» de la planetología— es sencillo y amargo, deslumbrante en su negación, en la fragmentación del mito solariano, o más bien de la Misión del Ser Humano. La primera voz que se atrevió a discrepar durante aquella fase de desarrollo de la solarística, aún plena de confianza y romanticismo, fue silenciada e ignorada por completo; ese mutismo venía dado porque la aceptación de las palabras de Muntius equivalía a tachar a la solarística de lo que en el fondo era. En vano se esperó a que apareciera el fundador de una nueva etapa de la solarística, alguien que, con objetividad, fuese capaz de hacer borrón y cuenta nueva. Cinco años después de la muerte de Muntius — cuando su libro se convirtió en una suerte de mirlo blanco bibliográfico, imposible de encontrar en las colecciones de literatura solariana o en las de filosofía— se fundó una escuela con su nombre; se trata del círculo noruego, dividido entre las grandes figuras de pensadores que adoptaron su herencia, y que transformaron su ponderado discurso en la punzante e incisiva ironía de Erle Ennesson y, en versión un tanto trivializada, en la solarística aplicada, o sea, en la «utilitarística» de Phaelangi. Este último, a raíz de las investigaciones, exigió concentrarse en los beneficios concretos, sin reparar en las falsas esperanzas, adornadas con ilusiones, que aspiraban al Contacto y a la comunión intelectual de dos civilizaciones. Ante la despiadada claridad del análisis de Muntius, todos los escritos de sus herederos espirituales no son nada más que notas explicativas, salvo, quizás, las obras de Ennesson o, tal vez, las de Takat. El propio Muntius ya había completado él mismo el trabajo, bautizando la primera fase de la solarística como periodo de «profetas», entre los que incluía a Giese, a Holden y a Sevada; a la siguiente etapa, la denominó «gran cisma» — la escisión de la Iglesia unitaria solariana en un puñado de sectas enfrentadas—; y predijo una tercera etapa de dogmatización y de estancamiento escolástico, que habría de producirse una vez analizado todo lo examinable. No obstante, aquello no llegó a ocurrir. Pensé que Gibarian estaba en lo cierto al considerar el liquidador discurso de Muntius como una gran simplificación que obviaba todo lo que, dentro de la solarística, era contrario a las cuestiones de fe, y se regía por el carácter temporal de trabajos de investigación que no prometían nada salvo la materialidad de un planeta que giraba alrededor de dos soles.

Entre las páginas del libro de Muntius, alguien había introducido un amarillento recorte, arrancado de la revista trimestral Parerga Solariana, de uno de los primeros artículos escritos por Gibarian, antes incluso de hacerse cargo de la dirección del Instituto. El título, «Por qué soy solarista», iba seguido de una enumeración de fenómenos concretos que justificaban la posibilidad real de llegar a establecer el Contacto. Y es que Gibarian pertenecía, en mi opinión, a la última generación de investigadores que se atrevieron a hacer referencia a los primeros años de esplendor y optimismo y no renunciaban a su particular fe, que sobrepasaba las fronteras de la ciencia; una fe en todo material, ya que confiaba en el éxito del esfuerzo, siempre que fuera tenaz e incesante.

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